El vino de los legionarios romanos
En su tinta
Qué comían y qué bebían los patricios de Barcino
El capítulo anterior: La cocinera heroica de Ucrania
Un malicioso epigrama de Marcial decía que el vino de Barcelona solo era bueno para los legionarios, que se bebían cualquier cosa con tal de entonarse. Bueno, Marcial no decía Barcelona, sino Iulia Augusta Faventia Barcino, la eterna Barcino, que nació como una pequeña colonia levantada sobre un promontorio con vistas al Mare Nostrum, una ciudad que parecía incapaz de competir con las urbes de los alrededores.
Hablamos del año 10 a.C., fecha de la fundación del nuevo enclave por parte de Augusto. La arqueóloga Carme Miró, responsable del plan Barcino del Ayuntamiento, elogia el acierto que tuvo el emperador a la hora de elegir la ubicación, pues más de 2.000 años después de su creación Barcelona sigue siendo un puerto comercial y un polo económico clave del Mediterráneo, como vio la todopoderosa Roma hace océanos de tiempo.
Barcino tendría en el siglo I de nuestra era una superficie de diez hectáreas y unos 3.000 habitantes, muy lejos de la densidad demográfica de la vecina Baetulo (Badalona) o de Iluro (Mataró), y a años luz de la imperial Tarraco. Pero ya por entonces Barcino comenzaba a despuntar y a mostrar la importancia que acabaría adquiriendo con los años. Su fuerza y empuje no podrían ser contenidos –literalmente– por muralla alguna.
Una fosa prehistórica
Los hallazgos del AVE
Una obra tan colosal como la estación de la Sagrera, que será uno de los edificios más grandes de la ciudad, obligó a excavar toneladas de subsuelo. Los hallazgos que propiciaron esos trabajos revelan que esta zona está poblada desde el neolítico. Así lo prueba un hipogeo prehistórico, una bóveda subterránea para ceremonias funerarias, con decenas de restos humanos.
La ciudad tenía propiedades de extramuros tan o más grandes que el propio recinto amurallado, como la villa de la Sagrera cuyos restos exhumaron las obras del AVE. Los trabajos arqueológicos en esta zona permiten hacernos una idea de la importancia vinícola de la Barcelona romana, que pese a las maledicencias de Marcial producía buenos vinos, y no solo caldos peleones o únicamente aptos para los legionarios más desesperados.
El vino era importantísimo en todos los rincones del imperio, también en Barcino, que no era una excepción y rendía culto a Baco (en las obras del AVE en la Sagrera apareció un busto de mármol del dios del vino, probablemente del siglo II d.C.). Las élites, como todas las élites, comían bien para lo que era habitual en la época. Se diría, incluso, que los patricios romanos fueron los pioneros de la dieta mediterránea.
Carnes blancas, sobre todo pollos, pavos, perdices y palomas, no faltaban en sus platos. Tampoco las piezas de caza, como conejos y jabalíes (la lengua era un manjar). Si los cerdos salvajes son habituales hoy en día en Collserola y en sus alrededores (han sido vistos incluso en la avenida Diagonal) cabe imaginar que entonces también lo serían. Leche, hortalizas, ostras y frutas, en especial uvas e higos, completaban los banquetes.
Nos hemos dejado para el final tres delicatessen que no podían faltar en ninguna bacanal: las sardinas, las anchoas y… una mezcla sui géneris. Allá donde el imperio extendía sus fronteras llegaban las industrias de la salazón. Y donde había salazones había garum, una salsa oscura y que haría fruncir el ceño y taparse la nariz a cualquier comensal de hoy, pero que en la Roma clásica dio fama a Barcino en todo el imperio.
El garum se elaboraba a partir de vísceras de pescado y espinas, fermentadas al sol y aderezadas con otro producto que casi valía su peso en oro: la sal. De la importancia que los romanos daban a la sal da cuenta la etimología de una palabra que procede de la expresión latina salarium, es decir, la suma que se daba a los legionarios para que se pudieran comprar sus raciones de sal. De ahí el significado de salario como nuestro sueldo o jornal.
“Están locos estos romanos”, dice Obélix. Se olvidó de ellas, las romanas. Las que se lo podían permitir se untaban el rostro con garum por sus presuntos efectos afrodisíacos y porque así creían cuidar y mimar su cutis. Resulta extraño, de acuerdo, pero no tanto como las tintorerías de aquellos tiempos, que usaban orina humana para blanquear las togas, como saben los lectores de Lindsey Davis, la madre del detective Marco Didio Falco.
Numerosos cocineros han recuperado esta receta de la Roma imperial, que sigue teniendo hoy su aspecto peculiar y quizá no accesible para todos los paladares, pero que sin duda ha ganado lo indecible en salubridad, higiene y aroma. También ha ganado mucho como capital del vino Barcelona, que celebra anualmente una de las ferias más importantes del sector, con 650 bodegas y 60 denominaciones de origen protegidas.
Las obras del AVE rescataron parte de nuestro pasado romano de extramuros: un mosaico, muros, piedras con inscripciones, la cabeza de un sátiro y otra de Baco, el equivalente al dios Dioniso de los griegos. Enterramientos y tinajas de aceite y de vino, entre muchas cosas más relativas a la historia menos conocida de Iulia Augusta Faventia Barcino. Lo que no se pudo extraer se documentó y volvió a quedar soterrado bajo las vías.
Ninguna infraestructura, sin embargo, podrá sepultar ya el importante pasado vitivinícola de Barcino. La futura estación de la Sagrera fue entonces una vasta extensión de viñedos. Este era el paisaje que dominaba la planicie de la ciudad, desde las murallas hasta el río Besòs, como revelan las tinajas para el mosto (o dolia defossa), las rasas de viñedos y las estructuras para prensar uvas que aparecieron en las excavaciones.
Lindsey Davis ha conseguido millones de lectores con sus novelas sobre la Roma imperial. Su pasión por la Barcelona romana se refleja en Una conjura en Hispania, que transcurre en parte en Barcino. El editor español de esta autora británica superventas, David Fernández, de Edhasa, recordó una vez la imprudencia de un catedrático de Historia, que pidió condescendencia por sus supuestas “licencias históricas”.
Aquel experto la criticó en una presentación por describir unos toneles que los romanos no usaban. Lindsey Davis, que se documenta hasta la extenuación, lo abrumó a continuación con un alud de datos que ratificaban su descripción. Tal vez algún día su personaje fetiche, Marco Didio Falco, elogie los viñedos de Barcino. Y quizá un catedrático despistado se atreva a recordarle que los vinos de aquí solo eran buenos para los legionarios.