Eventos sociales, momentos de espera a la salida del cole o el entrenamiento de los niños, encuentros ante la máquina del café en el trabajo o en el vestíbulo de la comunidad de vecinos. A menudo nos vemos atrapados en conversaciones insípidas que parecen no acabar nunca. Salir educadamente de ellas, sin parecer grosero, es un reto mayúsculo y pone encima de la mesa un tema que estudian lingüistas, psicólogos y especialistas en comunicación: ¿las conversaciones terminan cuando la gente quiere?
“No”, responde Mónica Pérez de las Heras, directora de la Escuela Europea de Oratoria. “Las conversaciones no terminan habitualmente cuando las dos personas desean porque somos muy diferentes”, resuelve.
¿Qué hacer para escapar de un diálogo demasiado largo sin parecer poco delicado?
Aunque un observador extraterrestre podría deducir que los humanos fuimos diseñados para dormir, comer y mover las cuerdas vocales, en realidad, a la hora de comunicarnos, parecemos proceder de planetas diferentes. Esta es una de las conclusiones a las que ha llegado Adam Mastroianni, un psicólogo de la Universidad de Harvard que ha impulsado varios estudios sobre el arte de hablar con otra persona. Su mayor descubrimiento es que las conversaciones casi nunca terminan cuando alguien quiere.
¿Podría ser que todos acabáramos atrapados, más veces de las que nos gustaría, en conversaciones tediosas por pensar erróneamente que a nuestro interlocutor le quedan cosas por decir? ¿Qué se puede hacer para escapar de una conversación demasiado larga sin parecer poco delicado?
Según varios estudios llevados a cabo sobre este tema de conversación, el 67% de las personas desearían que sus conversaciones acabaran antes de lo que lo hacen normalmente, mientras el 33% restante querría prolongarlas todavía un poco más.
En una de estas investigaciones, por ejemplo, Mastroianni convocó a 252 desconocidos y los emparejó para que charlaran durante 45 minutos sobre el tema que quisieran. La mayoría de las 136 parejas se dedicaron a conversar sobre dónde estudiaban (o trabajaban) o acerca de la ciudad en la que habían crecido. Tal y como reconoció posteriormente Mastroianni, algunas de las charlas fueron tan soporíferas que los investigadores tuvieron que esforzarse lo indecible para no acabar dormidos. Más allá de eso, casi el 69% de los participantes reconocieron que, llegado un punto, quisieron que la conversación acabara, pero que no fue posible porque el 31% restante no tuvo esa misma sensación. Al final, solamente en un 2% de las conversaciones hubo sincronización.
Los desajustes conversacionales irán a más: cada vez hay más personas mayores, que necesitan hablar más, y menos que quieran escucharlas
Al observar los resultados, Mastroianni decidió analizar “rituales de cierre” que la gente utiliza para poner fin a un diálogo e impulsó dos nuevas investigaciones. En una, pidió a 806 personas (367 mujeres y 439 hombres con una edad promedio de 36,7 años) que completaran una encuesta en línea donde se les pedía que recordaran una conversación reciente e informaran sobre su duración. También les interrogó sobre si hubo algún momento durante la conversación en la que sintieron estar listos para que terminara y, de ser así, que concretaran cuándo se produjo y, de no ser así, que estimaran cuánto tiempo más hubieran deseado seguir parloteando.
La mayoría de los participantes se refirieron a una conversación que había tenido lugar ese mismo día o el día anterior (78,41%) con su pareja, un amigo o algún familiar. Pues bien, un 66,51% señaló que hubo un momento durante la charla en la presintieron que ésta había llegado a su fin, pero que luego, por lo que sea, no fue posible y continuaron hablando todavía un rato más.
Si bien las personas, recuerda Mastroianni, consiguen casi todo en la vida simplemente intercambiando palabras, ajustar los ritmos conversacionales no es nada sencillo. La regla de oro debería ser: cuanto menos interesante es una conversación, más corta debería de ser. Un diálogo de besugos debería zanjarse en pocos segundos, mientras que una conversación sobre un tema interesante debería suponer más tiempo. Siempre y cuando, claro, las personas alternaran de forma rápida y equitativa sus turnos de intervención, infirieran lo que sus interlocutores saben o quieren saber, así como recordaran lo que se ha dicho y lo que no se ha dicho durante la conversación, entre otras muchas cosas.
Conversaciones más cortas
El que cada vez haya más personas partidarias de que las conversaciones duren menos tiempo, enlaza con lo que está sucediendo en muchos otros ámbitos. Pérez de las Heras, recuerda que el Papa Francisco ha pedido a los sacerdotes que sus sermones sean más cortos y que las homilías, en lo posible, no duren más de ocho minutos. Otro tanto está ocurriendo, señala la directora de la Escuela Europea de Oratoria, con las charlas TED, cuya duración media se ha reducido desde el año 2016 desde los 20 minutos hasta los 10 minutos. Lo mismo cabe decir de la duración de las series que emiten las plataformas audiovisuales o acerca de la extensión de los artículos periodísticos, cada vez más sucintos. Pérez de las Heras pone un último ejemplo: la reciente creación de Divergente, una plataforma de streaming que limita la duración de sus contenidos a menos de 59 minutos. En realidad, lo único que parece estar alargándose son los minutos que pasamos online y las chácharas digitales.
La tendencia en la actualidad no parece ser esta, sino terminar pensando en las musarañas mientras habla nuestro interlocutor o, en caso de prestarle atención, intentar monopolizar el turno de palabra, sacando a pasear la ametralladora verbal tan pronto como cierre el pico.
“En mi opinión, los desajustes conversacionales irán a más por varias razones”, vaticina Pérez de las Heras. En primer lugar, “cada vez hay más personas que necesitan hablar más y menos personas que quieran escucharlas, por lo que cuando encuentran a alguien que lo hace, tienden a explayarse. Las personas mayores, por ejemplo, antes se iban a hablar con el señor del banco, pero ahora ya no pueden. Conforme pasa el tiempo, cada vez tenemos menos espacios cotidianos donde poder conversar”, reflexiona.
Otra conclusión es que parece existir la tendencia de acortar las conversaciones cara a cara, al contrario de lo que sucede con las interacciones a través de pantallas, donde nos “enrollamos” muchísimo más tal vez porque, como sugiere Pérez de las Heras, “es mucho más fácil poner cualquier excusa para dar por acabada la interacción”.
“Estamos perdiendo la capacidad de conversar con los demás, porque cada vez somos más impacientes y menos empáticos”, apunta esta experta en oratoria.
Entonces, ¿qué hay que hacer para no parecer grosero cuando alguien nos pega la tabarra en una fiesta o durante una reunión familiar? La recomendación de Pérez de las Heras es optar por el lenguaje no verbal. “Cuando estamos centrados en lo que la otra persona nos está diciendo, nuestro lenguaje no verbal se acomoda al suyo”, apunta. Así, cuando dos personas conversan, sus cuerpos hacen lo propio, “por lo que hacer un movimiento en la postura (por ejemplo, si la otra persona que hay delante nuestro está sentada con las piernas cruzadas, y nosotros las descruzamos, o si cambiamos el tono de voz o si desviamos la mirada, etcétera) puede lograr que nuestro interlocutor repare en que necesitamos dar por concluida la charla.
¿Cuál es la moraleja? “La próxima vez que hables con alguien en una fiesta, no intentes adivinar si quiere terminar o continuar la conversación”, dice Mastroianni, porque es rematadamente difícil averiguarlo. “Así que tal vez debas dejar de intentarlo y, simplemente, relajarte y disfrutar de la conversación”, propone este psicólogo.
Mónica Pérez de las Heras, en cambio, prefiere no resignarse a dar por imposible coordinar el objetivo (y la duración…) de una conversación. “Hay tres claves -dice- muy potentes que he comprobado que funcionan a la hora de comunicar: ser natural, ser humilde y hablar con el corazón. Si de manera natural y con cariño le dices a la otra persona si le importa dejar la conversación para otro momento, debería de funcionar”, afirma.