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Por qué sí deberías hablar con extraños

Relaciones

Leer las intenciones de los desconocidos es difícil, pero este tipo de interacciones también tiene muchos beneficios

¿Estás solo o te sientes solo?

En la era de la información es frecuente relacionarse con desconocidos a través de pantallas, pero no cara a cara

kostolom / Getty Images/iStockphoto

Nunca hables con extraños. Estoy segura de que no soy la única que aprendió esta regla universal durante su infancia. Los padres tienen sus razones para advertir a los hijos acerca de los peligros de interactuar con desconocidos, pero ¿tiene sentido que sigamos anclados a esta norma y evitemos sistemáticamente los intercambios con los extraños que nos acompañan en nuestro día a día?

No hablamos aquí de dejar de lado el sentido común y de entablar una jovial conversación con cualquiera en mitad de un callejón oscuro, no. Pero pensemos por un momento en la cantidad de personas con las que nos cruzamos en nuestros desplazamientos más cotidianos: en la parada del transporte público, en la tienda donde compramos la comida, en la cafetería cercana a la oficina, en el ascensor…

De pequeños nos enseñan a desconfiar de los desconocidos porque “son peligrosos”. RapidEye / Getty Images

Lacra transversal

Ocho de cada diez jóvenes en España también se sienten solos

Se supone que los seres humanos, incluso los seres humanos introvertidos, como yo, nos sentimos más felices y gozamos de mejor salud cuando nos sentimos conectados con los demás. Sabemos que sentirse solo y aislado es un factor de estrés que pone en riesgo nuestra salud de forma parecida a como lo hace fumar o la obesidad, y varios estudios señalan que tener relaciones positivas es un ingrediente clave para predecir el bienestar y la felicidad de una persona, mucho más significativo, por cierto, que su nivel de ingresos.

El actual vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, tuiteó hace unas semanas acerca de este asunto, hablando de la soledad como un mal social a combatir por parte de las instituciones:

En la misma línea, hace dos años que la primera ministra Theresa May creó el Ministerio de la Soledad para luchar contra uno de los principales problemas del país, acerca del que ya advirtió en 2017 la Organización Mundial de la Salud. Gran Bretaña tiene uno de los mayores índices de soledad del mundo: hasta el 75 % de los ancianos viven sin compañía y 200.000 pueden pasar hasta un mes sin tener una sola conversación con un amigo o familiar. Las cifras españolas no son tan elevadas como las británicas, pero no dejan de crecer.

Sucede que a menudo asociamos la soledad a las personas mayores, pero un estudio reciente de la consultora DYM Market Research señala que ocho de cada diez jóvenes en España también se sienten solos. La percepción de la soledad ha cambiado mucho en poco más de una generación. No en vano hemos pasado de vivir en comunidades más pequeñas en las que todo el mundo se conocía más o menos a hacerlo de forma masiva en ciudades grandes y anónimas.

Por si esto fuera poco, el auge de del empleo freelance también ha hecho que trabajemos más solos. Socializamos mucho a través de pantallas, en aplicaciones creadas supuestamente para conectar y que para algunas personas se convierten en el único vínculo que tienen con el mundo.

¿Es la soledad −no elegida− uno de los grandes males de nuestro tiempo? ¿Deberíamos olvidarnos de la máxima de nuestros mayores y empezar a hablar más con esos extraños que nos rodean en nuestro día a día?

Con esta idea en mente me lanzo a realizar un pequeño experimento: durante una semana entablaré al menos una conversación al día con una persona desconocida. El reto no es pequeño, pues en general me horroriza la charla casual, pero me decido a hacerlo de todos modos por dos razones. Primero, para comprobar si los estudios están en lo cierto y el hecho de hablar con extraños me puede hacer más feliz. Y, segundo, para cumplir con uno de mis propósitos de año nuevo: hacer una cosa cada mes que me dé miedo.

La soledad se asocia a las personas mayores, pero cada vez afecta más a los jóvenes. Chalabala / Getty Images/iStockphoto

Experimento personal

El reto de hablar con desconocidos

El experimento comienza un lunes. La cosa es relativamente fácil porque trabajo en una gran empresa llena de desconocidos potenciales en la que, además, llevo poco tiempo, así que conozco a muy pocas personas.

Entro en el baño a primera hora y me encuentro con la mujer de los estiramientos. La mujer de los estiramientos es una señora con expresión afable y aspecto juvenil con quien me topo a veces cuando llego muy temprano a la oficina. Normalmente yo me lavo las manos o los dientes mientras ella se agarra al lavamanos, echa el cuerpo hacia atrás y estira concienzudamente los músculos de la espalda. La escena resulta curiosa, pero ambas solemos realizar nuestros rituales respectivos como si fuera lo más normal del mundo.

Hoy rompo el silencio y le pregunto por los estiramientos. Charlamos durante unos pocos minutos, suficientes para averiguar que las lumbares le dan la lata a menudo por todas las horas al día que pasa sentada. Le cuento que yo solía trabajar en un escritorio de pie, que tengo el coxis sensible, y ella me explica en qué departamento trabaja. Resulta que tenemos bastantes cosas en común. Más tarde, me la encuentro en un pasillo mientras voy hacia una reunión y me saluda llamándome por mi nombre. Las dos sonreímos. El experimento no podría haber comenzado mejor.

El martes charlo con la chica que me sirve el té en una cafetería cercana a la oficina. La conversación es bastante más corta: tan solo hablamos acerca de lo temprano que es, de lo que nos ha costado levantarnos, de que parece que va a llover y cosas así. Le doy las gracias por ser tan cuidadosa y cambiarme la cuchara en el último momento −se ha dado cuenta de que no está del todo limpia−, y no pone cara rara cuando le pregunto su nombre y aprovecho para decirle el mío. Bien.

Cuesta romper el tabú de entablar conversaciones con extraños en sitios públicos, pero a veces tiene efectos positivos. sturti / GettyL

El miércoles, la cosa se tuerce un poco. En el autobús, camino del taller de bicicletas, un viejecito de aspecto bondadoso se sienta cerca de mí. Al cabo de un poco se sientan dos jóvenes turistas y él les advierte de que tienen que marcar la tarjeta de transporte. Se lo dice con el mismo tono directo y sin melindros con el que se dirigiría a uno de sus nietos, o eso me imagino. Observo con interés una interacción poco usual entre extraños −nadie suele meterse en los asuntos de nadie en una autobús− que además no he iniciado yo, y que termina con una de las turistas levantándose para marcar la tarjeta, algo avergonzada.

El viejecito va a bajar en mi parada y le sonrío, deseando entablar una pequeña conversación, pero él no se da cuenta porque está muy ocupado metiéndose con un adolescente despistado que se interpone en su camino hacia la salida: “Encima de gordo, te pones en medio”, le espeta, y veo cómo su cara se transforma en un rictus de rabia que asusta. El chaval se queda mudo y empalidece. Sin poderlo remediar, me sulfuro y me meto en medio. Le digo que esa no es manera de hablarle a nadie, y que si necesita pasar, simplemente lo pida con educación. Las puertas se abren en ese momento y oigo sus gritos, esta vez increpándome a mí. Pues¡ vaya con el viejecito inofensivo!

Malcolm Gladwell

La intuición nos engaña

El jueves empiezo a leer el nuevo libro de Malcolm Gladwell, Hablar con extraños (Taurus), que se publica en España el 6 de febrero, y el incidente del autobús, así como mi experimento, cobran otro sentido. Según este pensador canadiense, redactor estrella del New Yorker, las personas somos terribles leyendo las intenciones de los desconocidos. Y lo peor es que no solo no nos damos cuenta de ello, sino que además estamos seguros de que lo hacemos muy bien. Justo lo que me sucedió con el viejecito.

El libro está repleto de anécdotas e investigaciones que corroboran esta teoría. Y es que los seres humanos, afirma Gladwell, somos confiados por naturaleza. Demasiado confiados, en realidad, lo que a veces nos lleva a sufrir consecuencias trágicas. Una de esas historias con final desgraciado, de las que está repleto el libro, es la de la afroamericana Sandra Bland, una joven prometedora, buena estudiante, a punto de empezar un máster y de comenzar su carrera profesional en el puesto de sus sueños. La vida sonreía a Sandra cuando, cierto día de verano, un policía le dio el alto en una autovía de Chicago. Al parecer, no había puesto el intermitente para señalar un cambio de carril. El encuentro entre estos dos desconocidos terminó mal cuando Sandra, nerviosa, encendió un cigarrillo y el policía le exigió que lo apagara. Discutieron. La discusión entre estos dos extraños subió de tono y acabó con Sandra detenida y encarcelada. Tres días después, la joven se suicidó en su celda.

Mi encontronazo con el hombre del autobús, así como el relato del libro, me dejaron con mal cuerpo. Quizá por eso fui un poco más cuidadosa a la hora de escoger a mi siguiente desconocido. Aunque por lo que leo en Hablar con extraños, no importa demasiado el cuidado que pongamos, pues estamos condenados a equivocarnos una y otra vez. Se equivocan hasta los jueces, como relata un experimento del libro en el que se comprobó que un ordenador era mucho más fiable que un juez a la hora de detectar la culpabilidad o la inocencia de un acusado. Aun así, sigo adelante.

¿Cómo podría seguir funcionando el mundo si no nos otorgáramos esa confianza inicial, aunque sea equivocada? Hoy tengo que poner gasolina y mientras pago, le pregunto a la cajera si realmente se venden los ramos de flores que a veces exhiben en el mostrador. Ese día hay algunos en tonos amarillos, blancos y malvas, y no puedo evitar preguntarme fascinada quién compra flores en una gasolinera. ¿Un marido que se siente culpable? ¿Una hija de camino a visitar a su madre, a la que ve menos de lo que desearía?

La cajera −en su chapa pone que se llama Clara− no acaba de entender mi pregunta, y me dice que las flores valen diez euros. Le vuelvo a preguntar si alguien las compra alguna vez y responde que sí, sin más. Su expresión es inescrutable, y ni las indicaciones del libro acerca de cómo leer los movimientos faciales de las personas me permiten adivinar lo que debe de estar pensando. Mi intuición me dice que a Clara no le apetece charlar demasiado con esta desconocida, así que me marcho pensando que a lo mejor también ha leído a Gladwell y no se fía de mí.

El viernes es muy fácil. En la parada del tranvía una señora mayor me pregunta dónde tiene que bajar para ir a un centro comercial nuevo. No me acuerdo muy bien del nombre de la estación, pero le digo que suba conmigo y que la avisaré cuando tenga que bajar. Pasamos un rato agradable −siete u ocho paradas− charlando acerca de las rebajas, de un abrigo que quiere comprar para su nieta, de los parques de la pequeña ciudad donde vivo, por la que ella se interesa.

Cuando falta poco para llegar se une a la charla la señora que está sentada enfrente, que también va a bajar en el mismo centro comercial y opina sobre todas las tiendas que se pueden encontrar en él. De repente me encuentro disfrutando del trayecto y de la conversación con estas dos adorables señoras, contándoles que hace poco que trabajo en un sitio nuevo y que mi madre tiene más o menos su edad y a veces se acerca caminando hasta el mismo sitio donde ellas van a ir ahora de compras. Cuando se despiden y bajan las veo alejarse en direcciones opuestas. Me da un poco de pena que se separen, porque ya me las había empezado a imaginar alargando la conversación, quizá hasta compartiendo un café. Las voy a echar un poco de menos.

Cada día nos cruzamos con decenas de desconocidos, pero raramente compartimos algo con ellos. nortonrsx / Getty Images/iStockphoto

El sábado charlo con un vecino con el que no suelo conversar demasiado. En mi piso vivía hace años un buen amigo suyo, y a veces me lo encuentro cuando salgo a correr por la montaña. Hoy lleva una caja con una pizza y tiene tanta hambre que se disculpa por empezar a comérsela en el ascensor. No me siento muy inspirada ni él parece esperar que le diga nada en particular, así que me alegro cuando el ascensor llega a mi piso y puedo despedirme por fin de él. Con el olor de la pizza me ha entrado hambre.

El domingo llueve mucho y decido no salir de casa, por lo que mi experimento termina un día antes de lo previsto. ¿Y cuáles son las conclusiones? Pues tengo la impresión de que hay mucha gente por ahí con ganas de hablar con otras personas. Deduzco, después de este modesto experimento personal, que algo de cierto debe de haber en esas cifras que hablan del aumento de la soledad y del aislamiento. Curiosamente, al final no me resultó tan difícil lanzarme a mis encuentros con extraños, y casi todas las veces fue agradable y me sentí mejor que antes de la interacción. ¿Será que yo también me siento un poco sola?

Amanda Knox

Juzgar por las apariencias

Por otra parte, creo que Malcolm Gladwell tiene cierta razón al advertirnos en su libro acerca del sesgo de veracidad que otorgamos a los extraños con los que nos relacionamos. Tendemos a pensar que la gente es buena y no nos engaña, a menos que algo en su comportamiento nos diga lo contrario. Y aun así, es muy fácil que juzguemos erróneamente a los demás sin darnos cuenta y que pensemos mal de una persona que en realidad se nos acerca con buenas intenciones. O a la inversa, como me sucedió a mí en el autobús.

En este sentido, en Hablar con extraños su autor analiza el caso de Amanda Knox, muy célebre hace ya algunos años. Knox es una joven estadounidense que fue juzgada y condenada en Italia por un turbio crimen que no cometió, tal y como se demostró tiempo después.

Amanda Knox, en junio de 2011 durante el juicio. AFP

El comportamiento de Knox durante el juicio la hacía parecer a todas luces culpable, por lo que los jueces se inclinaron a condenarla a pesar de que no había pruebas en su contra. Esto no lo dice Gladwell, pero al leer todos esos casos de malentendidos fatales y de juicios erróneos a lo largo de la historia, pienso en la ley del espejo de la que hablan algunas corrientes psicológicas y que dice que lo que vemos en los demás no es sino el reflejo de lo que nosotros llevamos dentro. ¿Es casualidad que las peores interacciones con desconocidos de mi experimento sucedieran justamente en mis peores días de la semana?

Y sin embargo, a pesar de los riesgos, a pesar de las equivocaciones que cometemos todo el tiempo, no puedo evitar pensar que todos mis amigos y parejas fueron desconocidos un día. Como los de usted. ¿Se imagina lo diferente que sería la vida si no nos hubiéramos acercado a ellos aquella primera vez?