Un alumno del hermano C. de los jesuitas: “Soy un superviviente”

La lucha contra los abusos

Se acumulan los testimonios contra otro religioso del colegio de Barcelona

Material escolar

Material escolar de alumnos de primaria 

César Rangel

El jesuita Cesc Peris, denunciado en Bolivia por presuntos abusos sexuales a una menor y cuya “actitud inadecuada” fue un secreto a voces durante los 30 años que estuvo en el colegio Jesuïtes Casp de Barcelona, ha abierto la caja de Pandora. Pero no pasa ni un día sin que exalumnos de este centro recuerden la ejemplaridad de otros profesores, aunque maticen que Sex Penis, como lo apodaban, “no fue la única oveja negra”.

V., médico jubilado, fue el primero en apuntar al hermano C. Entre los años 1959 y 1961, cuando él tenía entre 6 y 9 años, le manoseó “los genitales prácticamente a diario”, como ha denunciado ante un bufete de abogados de la Conferencia Episcopal. Al menos otros tres exalumnos refrendan sus palabras. El nombre que se oculta tras la inicial C. ya circula en redes sociales y en los comentarios de algunas noticias.

El último en señalar al hermano C., que a diferencia de Cesc Peris ya ha fallecido, es T., de 73 años, que estudió Derecho, recorrió el mundo en velero y trabajó en el sector inmobiliario. Entre 1958 y 1962, fue a la escuela de Jesuïtes Casp, que estaba al lado de su casa. Estuvo varias veces sentado en las rodillas de este jesuita, “en su habitación, con las persianas medio bajadas”, mientras él trataba de acariciarle los genitales.

Cree que nunca le tocó la entrepierna, aunque le hacía preguntas para intentar provocarle una erección. T. admite que podría tener lagunas en sus recuerdos. Esther Pujol, de 44 años, que ha testificado ante la comisión de investigación del Parlament sobre casos de pederastia en la Iglesia, reconoce que padeció amnesia disociativa y que hasta hace poco no pudo recordar todo lo que el cura de su pueblo le hizo de niña.

T. con otros escolares y el hermano G.

T. con otros escolares y el hermano G., en los años sesenta 

FTA

Pero de lo que T. no tiene duda alguna es de las preguntas que le hacía y de sus intenciones libidinosas. También le recuerda interrumpiendo las clases de algún profesor seglar y pidiendo que un alumno abandonara el aula. Luego ambos se iban a su habitación. “¿Por qué el profesor de turno permitía que un estudiante se fuera de clase sin un motivo justificado? ¿Por qué no se preguntaba qué pasaba con él?”, dice T.

Se considera afortunado porque en cuanto les explicó qué le pasaba, sus padres hablaron con la escuela. Unos problemas se acabaron y nacieron otros. “Siempre fui obediente porque en los hogares de aquella época se inculcaba la disciplina, y más siendo el tercero de tres hermanos. Pero a partir de entonces mis presuntas faltas de indisciplina crecieron como por ensalmo y a final de curso me expulsaron por mal comportamiento”.

La clase de T. con el profesor Ll., de matemáticas

La clase de T. con el profesor Ll., de matemáticas 

FTA

Los boletines de notas tenían un apartado para las supuestas gamberradas. Tres rayas negras o dos rojas implicaban la expulsión inmediata. “Yo, que hasta entonces no había tenido ninguna clase de problemas, acumulé todas las rayas posibles entre los meses de mayo, cuando mis padres se quejaron ante el padre prefecto del centro, y junio, cuando se acabó el curso y me me dijeron que no podría estudiar allí el año siguiente”.

Su mujer y sus hijos conocen su pasado. Anoche, durante la cena, les explicó que hoy vendría a La Vanguardia a explicar su caso. “Ánimo, esto tiene que saberse”, le dijeron. No le guía la venganza y elogia a muchos profesores de la escuela, como los que aparecen en sus fotos de los cursos 1959-1960, 1960-1961 y 1961-1962: el hermano G., el padre Ll. o el profesor H., seglar y exmilitar, riguroso, serio y de aspecto muy intimidante.

El profesor seglar H., con sus guantes de cuero

El profesor seglar H., con sus guantes de cuero 

FTA

La presencia de H. imponía en clase y nadie se atrevía a hacer bromas si estaba cerca. Aparece en la foto de T. con gafas oscuras, traje y guantes de cuero. Pero no es tan fiero el león como lo pintan. “Nos enseñó cosas que no entraban estrictamente en su área de docencia y que nos acompañan aún, como la pasión por la poesía en general y muy en particular por Antonio Machado y su poemario Campos de Castilla”.

De este libro son los arhifamosos versos de Orillas del Duero: “Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”. Y eso es lo que quiere T., que coincide con otros condiscípulos a quienes no conoce y con los que no compartió clase, como V. o A., que también señalan al hermano C. “No despreciemos lo que ignoramos: luchemos porque aflore toda la verdad y porque la pederastia no prescriba nunca”.

Los casos de V. y de A.

Aunque T. nunca ocultó sus vivencias, aquellos días en que culebreaba para que no le tocasen los genitales estaban en una nebulosa. Los recuerdos despertaron del letargo a raíz de las noticias sobre Cesc Peris y la carta de 234 exalumnos, que espoleados por el caso de Bolivia y por las noticias publicadas por El País exigieron al colegio transparencia y que se investigue todo lo que supuestamente hizo en Barcelona este jesuita.

“¿Piensas en niñas desnudas? ¿Cómo se te pone el pito cuando tienes esos pensamientos?”. Estas eran algunas de las preguntas que hacía el hermano C., que se ocupaba de las tutorías de los más pequeños del centro y cuya figura no deja indiferente a nadie. Quienes no conocieron su otra cara, aquellos a los que nunca sacó de clase en plena lección, pueden hablar maravillas de él. Otros, por el contrario, dibujan a un personaje turbio.

“Siempre los mismos”

Hay otra faceta de su carácter que tiene en ascuas todavía hoy a T. “Los jesuitas, y muy en especial él, repartían entre los alumnos puntos por buen comportamiento. Cuando reunías una determinada cantidad, podías canjear tus puntos por algún regalo simbólico, generalmente un libro ilustrado de vidas de santos. Obtener un punto era un honor que te hacía flotar. Pero a mí nunca me dieron uno: los recibían casi siempre los mismos”.

Ahora, tantos años después, se pregunta cuál era el criterio de aquel religioso para repartir prebendas. “No puedo evitar cuestionarme si era en pago de algo. ¿En pago de qué? Cuando salíamos por la puerta principal, descendíamos una escalinata en dos filas, a lado y lado de las barandillas. Por el centro iban los vigilantes, niños designados para apuntar los nombres de quienes hablaban. Casi siempre eran también los mismos”.

¿Quiere contarnos su caso?

  1. La Vanguardia: cartas@lavanguardia.es
  2. El autor de este texto: dmarchena@lavanguardia.es
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