El jueves Santo, día 11 de abril de 1963, el papa san Juan XXIII daba a conocer su encíclica Pacem in terris , de la que este año se celebra el 60.º aniversario. Fue sin duda el broche de oro de un pontificado excepcional para la Iglesia y para el mundo, entregado como verdadero testamento personal, pues Juan XXIII moría, como los justos, a las pocas semanas fiel a su lema episcopal, “obedientia et pax”, al que siempre se atuvo, como nos recordó el cardenal Roger Etchegaray, uno de sus mejores biógrafos; él manifiesta que con frecuencia el papa repetía: “Quisiera morir con el gozo de haber hecho siempre, incluso en las cosas pequeñas, honor a mi divisa”. Nadie puede negar que en su breve pontificado así lo hiciera también en las grandes cosas, baste citar la encíclica Mater et magistra , sobre la misión de la Iglesia en nuestro tiempo, así como también el acierto en la convocatoria del concilio Vaticano II, demostrando un celo pastoral y ecuménico al que, sin duda, está llamada la Cátedra de San Pedro.
Juan XXIII vivió la Primera Guerra Mundial como capellán en las trincheras, donde vio y sufrió el horror de la guerra. Posteriormente, fue visitador y delegado apostólico en Bulgaria y, más tarde, ya en pleno nazismo, entre 1935 y 1944, como delegado apostólico en Turquía y Grecia, desarrolló una intensa labor en defensa de los judíos y otras minorías, desde la responsabilidad que ostentaba. Cuando Francia fue liberada en 1944, se le nombró nuncio apostólico y allí vivió en 1948 la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que se asienta en la inviolable dignidad de la persona humana. Él, que ha vivido los horrores de la guerra y el desprecio de la persona humana hasta límites insospechados, dirige su encíclica a los fieles y, también, por primera vez en una encíclica papal, a todos los hombres de buena voluntad.
Juan XXIII vivió la Primera Guerra Mundial como capellán en las trincheras
En la Pacem in terris , se consagrará una lectura inequívoca de los derechos humanos desde la fe, al afirmar la importancia del orden moral, “cuyo fundamento objetivo es el verdadero Dios”, como en ella proclama, pues “el orden que rige la convivencia entre los seres humanos es de naturaleza moral. Efectivamente se trata de un orden que se cimenta sobre la verdad, debe ser practicado según la justicia y exige ser vivificado y completado por el amor mutuo y, finalmente, debe ser orientado a lograr una igualdad cada día más razonable, dejando a salvo la libertad”. Ello exigirá, como más adelante indica: “una ordenación jurídica en armonía con el orden moral y que responda al grado de madurez de la comunidad política, constituye, no hay duda, un elemento fundamental para la actuación del bien común”.
Refiriéndose en la encíclica de forma expresa a los derechos humanos, manifiesta que “esta declaración se ha de considerar como un primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política de la comunidad mundial”; es decir, recoge en su totalidad los valores que encierra la declaración universal, tanto en su preámbulo como en su texto articulado, y más adelante, ya al final de la encíclica y resaltando la importancia de los derechos humanos, destaca “que esta declaración se ha de considerar como un primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política de la comunidad mundial”, advirtiéndonos de que “todos cuantos creen en Cristo deben ser en esta nuestra sociedad humana como una antorcha de luz, un fuego de amor, un fermento que vivifique toda la masa; y tanto mejor lo serán cuanto más unidos estén con Dios […]. La paz ha de estar fundada sobre la verdad, construida sobre las normas de la justicia, vivificada e integrada por la caridad y realizada, en fin, con la libertad”.
Juan XXIII nació en una familia pobre de 13 hermanos y con esa pobreza, sencillez y humildad, vivió hasta su muerte, y así, pudo hacer y decir como nadie, sin caer en utopías ni academicismos, cómo deben ordenarse las relaciones humanas para vivir en el respeto y la paz.