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Vida, tierra, panteísmos

El 26 de julio, el día de su 103 cumpleaños, murió el científico James Lovelock. Era especialmente conocido por su teoría Gaia (o Gea), según la que la Tierra puede ser considerada, en su conjunto, como un auténtico organismo vivo. También lo era por sus inventos técnicos –como un medidor de concentraciones de ozono utilizado por los descubridores del agujero de la capa de ozono atmosférica– y por sus aportaciones –en colaboración con Lynn Margulis – en aspectos de la teoría de la evolución referentes a la simbiosis y a la interacción de los organismos con las características fisicoquímicasde su entorno.

No es el lugar, esta sección, de dar detalles de su personalidad ni contribuciones, pero pueden resultar sugerentes dos reflexiones que suscita su obra: ¿hasta qué punto formamos parte, sin ser conscientes, de entidades vivas de niveles superiores?; ¿hasta qué punto el posible carácter de entidad viva de la Tierra puede contribuir a nuestra relación con lo sagrado?

Definir la vida es una de las grandes cuestiones científicas de nuestros tiempos

Se trata de dos temas bien actuales. El primero, porque invita a salir del individualismo egocéntrico en el que vivimos, tan limitador. El segundo, por el interés actual en el cambio climático, que tantas consecuencias tendrá en la habitabilidad de varias zonas del planeta, en los recursos hídricos y agrícolas, y en la economía y la política, tal como lo estamos constatando.

Definir la vida es una de las grandes cuestiones científicas de nuestro tiempo, a causa de los programas científicos orientados a fabricar vida en el laboratorio y de buscar vida en otros planetas. También lo es averiguar hasta qué punto conjuntos de especies altamente simbióticas pueden ser consideradas como nuevas formas de vida; o bien, cómo se pasó de organismos procarióticos (sin núcleo) a organismos eucarióticos (con núcleo, y bastantes más complejos).

ElcientíficoJames Lovelock

Emilia Gutiérrez

Los humanos formamos parte de entidades culturales, económicas, políticas y religiosas. ¿Algunas de ellas, pueden ser consideradas –más allá de analogías más o menos sofisticadas– como entidades con vida propia? ¿Las lenguas, naciones, religiones, pueden ser consideradas como seres vivientes con metabolismo, crecimiento, reproducción y respuesta al medio propias?

Más que dar una respuesta, interesa a la pregunta. Por una parte, porque en una época tan individualista nos invita a preguntar por cosas que van más allá de nosotros mismos y a ser más conscientes de dependencias y condicionamientos sin los cuales nuestra vida sería bien diferente. Eso nos puede hacer socialmente más responsables y más agradecidos. Pero atribuir carácter vivo a estas entidades también puede suponer un peligro de fundamentalismos y nacionalismos a ultranza, como si hubiera que defender una vida superior ante la cual no hace nada inmolar miles de vidas humanas, como si cambiar unas fronteras o la interpretación de unos textos supusiera una auténtica mutilación de un organismo vivo.

La segunda cuestión es hasta qué punto la idea de que la Tierra pueda ser considerada como un organismo viviente incide en la visión de la sacralidad de la naturaleza. En el judeocristianismo, Dios supera la naturaleza –la crea, la trasciende, la desborda en el espacio y en el tiempo, la acompaña, tal como pasa con las leyes de la física, que desbordan estrellas y galaxias y de los detalles de que depende crucialmente nuestra existencia.

En el panteísmo, en cambio, Dios se identifica con la naturaleza –habitualmente, con una naturaleza más o menos próxima. ¿Ahora bien, con qué naturaleza? En los panteísmos de la Madre Tierra se alude a una dependencia material, sin la cual nuestro desarrollo y nutrición no habrían sido posibles. Imaginar que, además de esta relación de filiación y dependencia, pudiéramos formar parte de la Tierra como entidad viva superior apunta a una relación todavía más intensa, con nuevos niveles de responsabilidad. Quizá podríamos encontrar precedentes, en la historia de las religiones, en ciertas formas de gnosticismo que consideran que formamos parte de Dios mismo.

En síntesis, el tema de la vida –entre la biología sintética y la ecología planetaria, entre la conciencia humana y la inteligencia artificial– lleva a muchas cuestiones filosóficas y teológicas que desbordan la ciencia estricta pero que son una contribución y un estímulo de la ciencia a seguir reflexionando sobre qué somos y sobre qué es la realidad, que nos desborda tan ampliamente.