Psicología de lo aborrecible
Tribuna
La maldad existe; la maldad es, antes que maldad, cobardía, fragilidad e inseguridad
El padre que asfixió a su hijo huyó del hotel en taxi y llegó hasta el aeropuerto
En el relato agónico que una madre ha sido condenada a reconstruir acerca de las últimas horas de vida de su propio hijo estas palabras lo teñirán todo, y a perpetuidad, de una exacerbada crueldad tan manifiesta como incomprensible: “Te arrepentirás”. “En el hotel te dejo lo que te mereces”. Lo que hacía Martín Ezequiel Álvarez no era exactamente amenazar a su expareja. Quería ejecutarla, sentenciarla, le estaba dando muerte en vida.
Si el uso de la amenaza tras una ruptura sentimental es ya una execrable, pueril y vil artimaña de control por parte de quien se siente agraviado y no dispone de herramientas de autorregulación emocional válidas, por parte de ese que necesita someter al otro porque no soporta la idea de haber dejado de ser elegido, la explícita expresión de la amenaza de muerte a un hijo ya inhumanamente consumada alcanza otro nivel. Supone una perversa y retorcida forma de agresión sostenida a perpetuidad. No buscaba amedrentarla, no. No buscaba siquiera recuperarla. Ya le había arrebatado lo que más quería en el mundo, ya se había encargado de detener su existencia y pretendía, después de haber cometido la aniquilación mas sangrante imaginable para una madre, sembrar en ella la semilla de la culpa. De paso, además, se protegía a sí mismo, externalizaba su responsabilidad y racionalizaba lo que unos pocos minutos antes acababa de hacer: asfixiar a su hijo y abandonar su cuerpo sin vida en la cama de un hotel.
Ya lo intentó Tomás Gimeno, ya privó a la madre de sus dos preciosas hijas de todo cuanto había construido y trató de condenarla, además, a una vida vehiculizada por el constante ahogo de la espera ante la incertidumbre. Él se quitó la vida, muy a su pesar y muy probablemente sin conexión alguna con emociones tan humanas como el arrepentimiento, porque se vio acorralado, porque la huida que este otro personaje ha pertrechado no le fue posible.
Poco importa cómo este señor quisiese presentarse ante el mundo porque somos lo que hacemos, no somos lo que decimos ser. Así las cosas, ¿cuál es el perfil de un individuo capaz de semejantes atrocidades? El perfilado psicológico solo puede corresponderse con el de una personalidad tremendamente egótica, pueril hasta el extremo, caprichosa, absolutamente intolerante ante la frustración, incapaz de resolver conflictos de forma adulta, carente de estrategias de afrontamiento adaptativas para la gestión de sus emociones y, sobre todo, carente de humildad para la regulación de su inconmensurable egocentrismo. Estamos ante narcisismos heridos con autoestimas, a menudo, infladas, pero solo en apariencia.
Queremos creer que solo desde la pérdida del juicio uno puede actuar de semejante manera, pero no es así. La mayor parte de los parricidas no tienen antecedentes psiquiátricos ni trastorno diagnosticable alguno. Tan solo un sistema de creencias depravado, un modelo del mundo en el que ellos copan la cúspide y una serie de ideas autorreferenciadas acerca de lo que supuestamente deben merecer; todo ello aderezado por una combinación de rasgos o tendencias más o menos psicopáticos, narcisistas e histriónicos. No hay más misterio.
La maldad existe. La maldad es, antes que maldad, profunda cobardía, fragilidad e inseguridad. El malo es pusilánime antes que malo. Por eso, un día, ante la intolerable zozobra del rechazo que ha experimentado, es tal lo insoportable del agravio que su magnánimo ego ha recibido, este malo decidió que solo causando el mayor grado de sufrimiento posible a la madre de su hijo podría vengar su autoestima quebrada. Y, entonces, siendo bien consciente de lo que hacía, rompió el cordón de empatía que invisiblemente une a todo padre con su hijo, traicionó todo lo que a los demás nos hace humanos y optó por cosificar a su propio hijo. Lo convirtió en un instrumento, una mera herramienta para un macabro fin (el mejor instrumento posible, debió pensar) y entendió que al exterminarlo cumplía la mejor de las funciones para poder ejercer, sobre la vida de la madre, el control que ella le había negado. Se aseguró así que él, y solo él, escribiría para siempre el destino de esa mujer.
Ana Villarrubia es psicóloga sanitaria