Un año después seguimos en el día de la Marmota, fatigados ante la repetición de la misma secuencia en nuestras vidas: casa, trabajo, compras, casa. Atrapados en el tiempo como Phil, el meteorólogo que interpreta Bill Murray. Nada cambia y si lo hace solo puede ser para peor: contagio, despido, cierre del negocio, desahucio. Al cansancio se unen la acumulación de pérdidas, duelos y la incertidumbre, que no cesa.
Por eso, se entiende –aunque sea una falsa salida– que haya personas que no puedan soportar las limitaciones de movilidad ni de distanciamiento. Los jóvenes, en primer lugar, porque para ellos la fórmula contactless no sirve. Estar con los otros, acercarse y tocarse es su modo de sentirse auténticamente vivos, por oposición a las vidas más virtuales de los adultos. También están aquellos que, sin ser jóvenes, no pueden vivir sin el otro, lo necesitan como referencia porque cuando se quedan solos se desorientan y no pueden recluirse en la casa, que se les viene encima.
La rutina pandémica ha liquidado la válvula de escape de los fines de semana o las cenas grupales
Todos podemos suspender un tiempo los placeres del día a día, pero muy pocos lo pueden hacer indefinidamente sin sufrir un grave malestar psicológico. No
es banal que en Alemania, con restricciones más severas, una de las primeras aperturas sea la de las peluquerías. Recuperar la imagen, darnos otro aire,
alivia la tensión e introduce alguna diferencia en la mismidad de las vidas pandémicas.
Los seres hablantes buscamos la rutina y la repetición en nuestros horarios, gustos o posturas. Generamos hábitos –nuestra segunda naturaleza para Aristóteles– que nos ordenan, regulan y tranquilizan. Pero, a condición de que esa repetición engendre, en ella misma, pequeñas diferencias. Que no sea exactamente el mismo cuento –como exigen los niños– y que algo de la sorpresa trufe esa monotonía, para agujerearla un poco y obtener así un plus de satisfacción.
El problema de la rutina pandémica es que ha liquidado esa válvula de escape, muy presente en las escapadas de fin de semana, los viajes o las cenas grupales. La fatiga pandémica es el índice de lo que podemos tolerar, individualmente pero también colectivamente, como renuncia al disfrute. Necesitamos un final, al menos un deadline . Las vacunas no serán el final definitivo de la pandemia, en ninguna epidemia anterior lo fueron, pero pueden ser la luz al final del túnel. Y cuando uno está a punto de tirar la toalla por el cansancio, saber que vislumbra un horizonte le ayuda a mantenerse vivo.
Mientras tanto, conviene producir las sorpresas día a día en los pequeños detalles, para salir del bucle temporal sin necesidad de despeñarnos como el agobiado Phil.