No es una verdad absoluta, pero por norma general, la personalidad que tiene uno de mayor viene en parte determinada por lo que vivió en la infancia. Si de pequeño sembraron en alguien miedo, incertidumbre, duda, incomprensión, es posible que de adulto cargue con todo ello en su mochila. Robbie Flaviani (35 años y natural de Venezuela) lo sabe bien.
De niño, y sin ánimo de generar en él ningún conflicto, su familia lo sobreprotegió de tal manera que lo acabó convirtiendo en una persona incapaz de enfrentarse al mundo años después, sin un objetivo claro que perseguir. Tuvo que vivir una especie de catarsis para encontrar su camino. Pero al final lo halló. Ahora disfruta de su pasión, el tatuaje, que desde hace años es su modo de vida.
El día que le dijo a su madre que quería dedicarse a la música, justo cuando estaba a punto de graduarse del bachillerato, algo se rompió. Su progenitora se negó en rotundo. “Estuvimos dos meses sin hablarnos”. Su familia quería que estudiara una carrera convencional para más tarde trabajar para alguien. “Aquello me impidió evolucionar. No estaba psicológicamente preparado para imponer mi criterio”.
Con los años, y siguiendo el trayecto marcado por los suyos, acabaría convirtiéndose en contable. “Tenía facilidad para los números, aunque yo no me quería dedicar a eso”. Y claro, el conflicto no tardó en llegar, y eso que contaba con un trabajo bien remunerado.
“Me sentía muy frustrado, la oficina era como una cárcel. No sabía qué hacer. Mi familia no me enseñó a enfrentarme al mundo exterior, no sabía gestionar lo que sentía. Estaba perdido, desorientado. Lloré y sufrí mucho”.
A pesar de la desaprobación de su familia, hizo sus pinitos en el mundo de la música. Incluso tuvo su propia banda, que llegó a ser “algo conocida” en Venezuela. “Hicimos de teloneros de artistas importantes”. También se dedicó a dar clases de Karate, un deporte que practicaba desde pequeño. Pero todo aquello no era lo que se esperaba de él.
Al final ese malestar interno acabó expresándose. Empezó a padecer dolores en las articulaciones. De golpe, se le inflamaron todos los ganglios linfáticos (cuello, ingles, axilas…). “Me hicieron muchas pruebas. Hasta pensaron que podía ser un cáncer. Al final me diagnosticaron artritis reumatoide”. Tenía sólo 23 años.
Todavía hoy, cuando duerme, sufre de bruxismo (consiste en apretar inconscientemente la mandíbula y rechinar los dientes). “Incluso lo puedo hacer de día sin ser consciente. Tuve que ir a un cirujano maxilofacial”.
De manera inesperada, aquel cirujano acabaría siendo su salvación. Resultó que también era licenciado en psicología, y le explicó que el bruxismo era un síntoma, y que había algo psicológico que lo provocaba. “Hice unas cuantas sesiones con él, pocas, y me di cuenta de que había cosas que no gestionaba bien, que no entendía. Él me impulsó a salvarme”.
Ese profesional incluso logró juntar en su consulta a él, a su padre y a su madre –ambos se separaron cuando Robbie contaba con un año de edad. “Era una misión casi imposible”. Su madre vivía en Italia por aquel entonces, su padre en Caracas y él en Valencia (Venezuela).
“Ahí se dijeron muchas cosas. Solté todo lo que tenía que decir. Les hice sentir mal, pero no a propósito. Les enumeré todo lo que hicieron mal, pero también les dije que les perdonaba. Todavía estoy perdonando cosas hoy en día”, recuerda.
A partir de ahí, cambió su manera de pensar, incluso su dieta. Ya con 30 años, decidió trasladarse a Italia. Cuenta que cuando llegó, le hicieron pruebas médicas y no le detectaron ya la artritis.
“Es algo muy raro, porque la artritis reumatoide es una enfermedad que no remite. Lo que me ocurrió se lo he contado a distintos doctores y no me creen. Creo que si no hubiera cambiado mi manera de pensar, hoy estaría igual y seguiría medicándome para esta enfermedad”.
A Italia llegó acompañado de la que entonces era su mujer (ahora están en proceso de divorcio), que era tatuadora. Fue quien lo introdujo en el mundo del tatuaje un año antes de aterrizar en el país transalpino.
Un día le pidió que dibujara su propia mano en un papel (él había tenido facilidad para el dibujo desde pequeño). “Al poco rato me dijo, ‘para, es fantástico lo que haces, puedes tatuar ya’”. Aunque se sentía inseguro, un día empezó, y ya han pasado seis años desde entonces.
Enseguida Italia se le quedó pequeña. “Quería crecer y estar en una ciudad de vanguardia. Había encontrado algo que me gustaba, una nueva pasión”. Por eso decidieron trasladarse a Barcelona.
Asegura haber “aprendido mucho” en los estudios donde ha tatuado. “Estoy agradecido a mucha gente que me ha ayudado, incluso a mi expareja. Si no fuera por ella, quizás estaría haciendo otra cosa. Creo que ella tuvo que llegar a mi vida para encontrar algo por lo que tengo pasión”.
En poco más de un lustro, se ha hecho un nombre en la profesión. Clientes no le faltan. Hay algunos que incluso viajan desde otros países para que les tatúe. Y él también se recorre medio mundo para tatuar allí donde le reclaman. En 2019, cuando todavía no había irrumpido la pandemia, estuvo fuera casi cuatro meses del año.
Ha tatuado en muchos países: Canadá, Colombia, Holanda, Alemania, Irlanda, Inglaterra, Italia… En EE.UU., donde algún día le gustaría poder trabajar también, ha expuesto varias veces su obra.
Es precisamente la demanda de trabajo que tiene más allá de la frontera lo que le ha permitido mantener a flote el estudio que abrió con un socio este verano y que ha permanecido cerrado varias semanas por las restricciones derivadas de la pandemia por coronavirus.
Recientemente estuvo un mes entero tatuando en Holanda mientras no podía trabajar aquí. “Volví justo cuando ellos aplicaron nuevas restricciones, lo han cerrado todo hasta el 19 de enero”.
Acostumbra a tatuar de lunes a sábado y suele hacer uno al día. “Puedo estar de las 11h de la mañana a las 11h de la noche”. Sus tarifas no son para todos los bolsillos. Uno de estos tatuajes puede oscilar entre los 600 y los 1.000 euros. “También hago a veces algún tatuaje pequeño, pero normalmente hago uno grande al día”.
Hace poco acabó un tatuaje que le ha llevado un año. “Si no hubiera sido por la pandemia, quizás lo hubiera acabado en seis meses”. Fueron sesiones cada 15 días. El cliente se tatuó todo un brazo. “El tatuaje en total le saldría por unos 4.000/5.000 euros”.
Ese elevado coste tiene una explicación. “Es tiempo, experiencia… Siempre lo comparas como cuando alguien va cambiando de iPhone o va comprando bambas nuevas y caras… Son cosas perecederas, pero si te haces un tatuaje que esté bien hecho, es para toda la vida”.
También ha tatuado a personajes famosos. Sin ir más lejos, a un cantante compatriota suyo, Miguel Mendoza (más conocido como Nacho y ganador de un Grammy como productor de un disco de Marc Anthony). “Vino a Europa de gira el año pasado. Lo tatué en Barcelona, a él y a todo su equipo prácticamente”.
Viendo las previsiones poco halagüeñas respecto a la evolución de la pandemia en Catalunya, asegura que ya está buscando a qué país ir a trabajar temporalmente si la situación empeora. “Tengo muy claro que aquí cerrarán. Sé que va a pasar”. De momento, baraja propuestas de Suiza, Suecia y Alemania. “Veremos cómo evoluciona la cosa”, concluye.