El secreto está en tener una madre muy animosa, siempre en movimiento y dispuesta a hacer mil cosas, porque aunque a la autora de El tiempo entre costuras, María Dueñas (Puertollano, 1964), le parezca que sus veranos eran los típicos de una familia de los años sesenta y no recuerde la intendencia como un asunto tan complejo, una sigue pensando que tiene mucho mérito irse a la playa con ocho niños.
–¿No se perdía ninguno?
–Alguna vez, tengo un hermano que se perdía cada año en la feria, pero nada raro ni dramático. Todos estábamos al tanto de todos, todo era de todos, las cosas fluían con normalidad, nos sentábamos siempre todos juntos en la mesa, al ser muchos no era en absoluto una familia desgajada.
–¿El recurso a la televisión?
–La televisión se veía sobre todo por la tarde, a la hora de la siesta, estirados en el sofá y todos en patrulla peleando el sector masculino por ver el ciclismo, el Tour o la Vuelta, y el femenino por otras cosas, Vacaciones en el mar, El coche fantástico, y como éramos fifty fifty...
Y encima sólo había dos cadenas, pero tampoco hacían falta más. Entonces.
–Yo quería vivir en un verano permanente, sin obligaciones, me encantaba no tener que ir al colegio, empezar las clases era lo peor que me podía pasar... En invierno estabas sometida a un horario, el colegio, tenías que volver a casa a una hora concreta... En las vacaciones podía ir medio descalza, al mar, a la piscina,que había donde vivíamos, a nadar, a bañarte, las comidas se relajaban y podía cenar un bocadillo... Una sensación de libertad que en invierno no tenía.
–¿Esos veranos han tenido algún reflejo en sus novelas?
La verdad es que no, nunca he entrado en temas familiares, vuelco muy poco de mí misma en mis novelas, y apenas hay niños en ellas.
Verano del 76
María Dueñas
Vengo de una familia numerosa, soy la mayor de ocho hermanos nacidos en un espacio de doce años. Y sí, soy consciente de que a veces, cuando íbamos todos juntos, componíamos una estampa digna de recibir miradas.
Corría 1976, los más pequeños de la casa habían nacido en mayo. Mellizos, niño y niña por más señas. Y en vez de un pan debajo del brazo, lo que trajeron fue un Renault 12 ranchera. Blanco. Con asientos granates y un trasportín para dos en la parte trasera, a contramarcha: toda una modernidad en aquellos años en los que aún no existían las minivan, las monovolumen o avances semejantes en el mercado.
Poco más de dos meses tenían los bebés cuando nuestros jóvenes y animosos padres decidieron emprender aquel viaje a la costa de Málaga, destino recurrente donde nos esperaba nuestra entrañable familia materna. Aun adorándonos como nos adoraban, estoy segura de que nada más anunciar nuestros planes, a los pobres míos se les debían de poner los pelos como escarpias.
En fin, ¿quién dijo miedo? Había que dar a conocer a aquellos preciosos niños, y la playa nos pirraba a todos, y mi madre moría por pasar unos días con su hermana. Resumiendo: allá fuimos. Procedo a describirnos; a pesar de las décadas transcurridas, retengo fresca la imagen como si, en vez de cuatro décadas, hubieran transcurrido tan sólo unas semanas.
Aunque ambos conducían y con el tiempo cambiarían sus puestos, en aquellos viajes en carrera nuestro padre iba al volante. Nunca fue un gran melómano pero, para suplir que el coche careciera de radio, disponía de una eficaz solución: la banda sonora de canciones de la OJE y el servicio militar que todos coreábamos a gritos: aún recuerdo la letra entera de Margarita se llama mi amor, y a todos nos entusiasmaba aquella de “Un flecha en un campamento, chis, chis, un flecha en un campamento, chis, chis, en la cama se meó, chivirivirí, chiviriviró, en la cama se meóóó…”. A su diestra, nuestra madre controlaba la logística con un bolsón a los pies repleto de bocadillos y botellas de cristal rellenas de agua del grifo. Y, cómo no, con una criatura en brazos.
Por aquello de la ley de protección de datos, y para que no me caiga bronca alguna por parte de los interesados, voy a numerarlos a todos de la manera más aséptica posible, así que digamos que aquella niña que iba en el asiento delantero sentada sobre los muslos maternos era la Hermana 6, que a la sazón contaba dos años. Incapaz de mantenerse quieta, cada media hora realizaba una incursión hacia la parte posterior, saltando sobre nuestras cabezas, levantando quejas y llevándose constantes pellizcos y tirones de pelo, a los que ella respondía con llantos desaforados.
El asiento trasero lo ocupábamos a los flancos Hermana 1 –servidora— y Hermana 2 , cada una con su correspondiente bebé en brazos (Hermano 7 y Hermana 8). Y sin cinturón de seguridad, naturalmente. Hermano 3 iba instalado en el centro, con una feroz tendencia a llevar las piernas abiertas, lo que nos hacía propinarle constantes patadas a modo de defensa de nuestro espacio.
En la retaguardia, Hermano 4 y Hermano 5 se acomodaban en el trasportín del maletero con las piernas encogidas entre bolsones y trastos: todo el equipaje menudo que no cabía en la gran baca.
De tal guisa recorrimos el sur de La Mancha y Andalucía en vertical, a treinta y muchos grados. Sin aire acondicionado, por aquellas carreteras nacionales llenas de baches, vomitando a turnos, parando de tanto en tanto a la sombra de unos árboles para comer, merendar o hacer pis detrás de las zarzas. De haber sido hoy, las denuncias y las multas nos habrían llegado a puñados por parte de la Guardia Civil de Tráfico y los Servicios Sociales.
Unas siete horas duró el trayecto que hoy se hace en tres apenas. Pero no nos importó nada: ni el calor, ni el aburrimiento, ni los bichos que se colaban por las ventanillas bajadas, ni las peleas entre hermanos. Ni siquiera que se agotara el cancionero y volviéramos a repetirlo varias veces de cabo a rabo. Detrás de cada loma creíamos ver el mar, y en cada curva intuíamos la sombra de un gran verano.