Como en todas las casas, Ramon y Jordi acumulan una serie de recuerdos que descansan sobre las vitrinas y las estanterías que dan la bienvenida a las visitas. Esculturas, cuadros, figuras y fotografías que llenan la entrada de vida. Al fondo, en el comedor, un retrato de Maria observa el hogar en el que el Alzheimer entró hace seis años para convertirse en un inquilino más, presente en el día a día entre las cuatro paredes de la casa.
“Todo comenzó yendo a comprar. Tenía que ir con ella porque no sabía lo que compraba. Después hacía la comida pero se le quemaba, se dejaba la sartén en el fuego…”, recuerda su marido Ramon sobre los primeros síntomas. Se dieron cuenta enseguida que algo no iba bien. Más allá de la pérdida de memoria y la falta de noción de determinados aspectos cotidianos, algo muy evidente que ejerció como señal de alerta fueron los números de teléfono. “Se sabía los números de todo el mundo”, explica su hijo. Hasta que tuvo que empezar a recurrir a la agenda a la hora de marcar.
Para ella todo seguía igual que antes; mentalmente creía que nada había cambiado”
Viendo los síntomas, decidieron acudir a un especialista para hacerle pruebas. “‘Te tengo que decir una cosa’, me dijo. ‘Ya lo sé’, le respondí”, recuerda Ramon. En su caso, la enfermedad se mostró de forma inequívoca. Empezó a responder preguntas, a hacer pruebas con dibujos para el diagnóstico. “Para ella todo seguía igual que antes. Mentalmente creía que nada había cambiado”, rememoran sobre aquellas visitas. Hasta hace poco, Maria todavía mantenía su convicción intacta sobre lo que hacía, como si siguiera gobernando su día a día con el mismo discernimiento.
“Te dicen cómo será la evolución, pero no sabes en qué plazos se desarrollará”, narran sobre aquella primera etapa de incertidumbre. En su caso, ha sido un proceso muy lento. Progresivamente perdió la memoria, luego la movilidad, después perdió el gusto, afectando a su alimentación y dificultándole incluso ingerir alimentos. “Tiene que comer papillas y batidos”, aunque hay días en los que no puede ni utilizar la cañita. Son algunas de las consecuencias menos conocidas de una enfermedad asociada a la pérdida de memoria. “Ahora no se toma pastillas y yo diría que está mejor”, afirma Jordi.
Te acostumbras y llega un momento que lo ves habitual, pero alguien que hace meses que no la ve, nota un cambio brutal”
La llegada del Alzheimer lo ha cambiado todo. “Te afecta mucho porque vas viendo cómo va perdiendo. Te acostumbras y llega un momento en el que lo ves normal, pero alguien que hace meses que no la ve, nota un cambio brutal”. El deterioro progresivo ha tenido impacto en los pequeños detalles del día a día. Con el tiempo, salir de casa, bajar las escaleras, andar o levantarse de la cama han ido siendo sucesivamente objetivos inalcanzables en su rutina. “Cada día empeora un poquito más”, como una especie de gota china que va haciendo mella. Desde agosto, está en la cama. “Es como si te cambiaran a la persona que has conocido toda la vida”, coinciden con resignación.
Han tenido que adaptar la casa a las circunstancias. Cada medida tomada para facilitar su día a día ha sido atropellada por la enfermedad sin concesiones. La silla de ruedas o el banco de ducha han quedado obsoletos por culpa del imparable avance del Alzheimer. Desde hace un año, la familia está pendiente de recibir una visita para valorar su situación y poder formar parte de la Ley de Dependencia. Pero de momento no han recibido respuesta. Junto a Vicenç, hermano de Jordi, y las visitas de los nietos de Maria casi a diario, tratan de compensar las escasas ayudas administrativas que reciben.
Una cuidadora va a su casa una hora al día
A los 80 años, llegó el diagnóstico. Maria, consideran, no ha sido consciente de la crueldad real de su enfermedad. “Habla como si hubiera grupos de gente y todavía dice cosas, pero sin sentido”. A diario, viene una cuidadora durante una hora, aunque Jordi reconoce que no es suficiente. Hace unos años, cuando la enfermedad empeoró, se vio obligado a alejarse del mundo laboral para atender a su madre con el inestimable apoyo de los suyos. El día a día, asegura, está permanentemente marcado por una especie de espada de Damocles que amenaza sobre su cabeza. “Hay veces que necesito irme tres o cuatro horas seguidas”, pero el temor y la inquietud siempre están presentes. La familia se encarga de responder a la intransigencia de la enfermedad.
“El último paso es que se le pare el corazón”, relata con sosiego. “Está ya en la última etapa”, expresa Jordi con serenidad. Junto a su padre y al resto de la familia, han asumido el inalterable desenlace y no quieren entubarla: “le tenemos que agradecer que no nos ha dado nunca pena, sólo la hemos tenido que cuidar”, explica su marido. Maria, cuentan, mantiene su carácter paciente, afable y cariñoso que la caracterizaba antes de la enfermedad. En su caso, no ha experimentado episodios violentos, algo que, advierten, es habitual en algunos enfermos. En los últimos años, se han visto casi obligados a conocer otros testimonios que lo han vivido en primera persona. A veces, cuando Ramon tose, Maria responde como si todavía mantuviera su lucidez, como si quisiera recordar que sigue presente. Son los últimos gestos que le concede la enfermedad.
“Siendo egoístas, estamos más tranquilos con esta situación”, admite Jordi. Después de batallar con la enfermedad durante seis años, su estado actual les ha dado la calma y perspectiva suficientes para asimilar con aplomo y entereza lo que es el Alzheimer. Las múltiples anécdotas, contadas con resignación pero sin pena, son una especie de diario en el que guardan las últimas vivencias. Es el testimonio de un marido y un hijo que han conocido de cerca la enfermedad neurodegenerativa más cruel. Aquella que vacía el baúl de los recuerdos de quien la sufre. Su consuelo, se convencen, es pensar que no ha sufrido y poder recapitular todo lo bueno. Porque como expresó hace un tiempo Pasqual Maragall, al que la enfermedad también afecta en primera persona, el Alzheimer borra la memoria, pero no los sentimientos.