La aparición de una obra como El joven Wallander en Netflix no es de las que te llevan a marcar el calendario con un rotulador permanente, como mínimo si uno no es un enorme admirador de la obra de Henning Mankell. En mi caso es posible que sólo haya leído un libro del escritor sueco (¿era La falsa pista o La quinta mujer?), no por falta de interés sino porque los libros en la mesilla de noche siempre se acumulan, siempre aparecen nuevas prioridades. Por esta razón tampoco estaba muy al día con las temporadas televisivas con Kenneth Branagh en la piel del detective Kurt Wallander. Como tenía la esperanza de ver las novelas, siempre dejaba los episodios para más adelante, para cuando descubriera la identidad de los asesinos vía la palabra escrita.
¿Y a qué viene este rollo? Pues para que se entienda que no soy público cautivo de la nueva serie de Netflix. Tampoco lo contrario. Un misterio policial es bienvenido siempre que demuestre ser sólido, no estar hecho con el piloto automático y que no entre en la típica fórmula de “tienes que pasar por unos cuantos falsos sospechosos para llegar al de verdad” (y que resulta francamente irritante). Pero con esta especie de ‘precuela’ de Wallander (y tiene que ir entre comillas porque supuestamente cuenta los inicios del detective pero está ambientada en la Suecia del presente), reconozco que el interés ha sido casi instantáneo. Llevaba apenas unos minutos vistos y mi cerebro ya había tomado una decisión: veré la serie hasta que no se haya resulto el misterio (y de momento llevo dos episodios).
Creo que ni tan siquiera quiero destripar la premisa. Es mejor y más impactante descubrir la situación con la que se encuentra este Wallander todavía principiante, un detective de policía al que le queda mucho por aprender del funcionamiento del cuerpo y los grises a los que se debe acostumbrar para poder atrapar a los malos. Vive en un barrio marginal por razones que desconocemos (¿será simplemente para acostumbrarse a lidiar con situaciones incómodas o sólo por el alquiler barato?) y una noche despierta porque suena una fuerte alarma en un local cercano. Por supuesto, un cadáver se cruzará por su camino de la manera menos esperada.
La presentación del caso es imprevista (como mínimo en las formas del autor del crimen) y contextualizándose rápidamente en un auge del racismo en el país por la llegada de refugiados. También se presenta con efectividad el camino que debe recorrer Wallander, que nunca había visto morir una persona y, de repente, se encuentra metido en un caso para el que no está preparado y en el que tendrá que mentir si quiere seguir vinculado a la investigación.
El guión de Ben Harris y la dirección de Ole Endresen trabajan en la misma dirección. Tratan el misterio desde la mirada de Wallander y no de la investigación, de aquí que cuando él se encuentra con una situación traumática ya te quedas atrapado. La imagen tiende a los colores fríos como un Wallander con un punto distante, susurrante pero hipnótico interpretado por Adam Pålsson, que es como un sabueso siempre con las orejas bien altas, alerta, consciente de los elementos a su alrededor (y quizá también haya que decir que terriblemente atractivo). Él es falible (puede cometer errores y los comete) en una producción con una presentación infalible, que se mete en derroteros incómodos con una historia que quizá no es insólita pero se vive de forma estimulante.
Como el creador, Ben Harris, aborda una marca tan conocida, quizá esperaba un proyecto escrito de forma rutinaria, consciente que tiene una parroquia fiel (la de Wallander, la de los amantes de las series de asesinatos) pero se toma el ejercicio con seriedad y con un buen pulso. El joven Wallander puede no tener la premisa high-concept de Away , el otro estreno fuerte de Netflix para esta semana (una mujer que va a Marte), pero debe ser el mejor estreno de la plataforma desde que Dead to me desembarcó a principios de mayo.