Todavía recuerdo el día que vi El juego del calamar en el calendario de estrenos de Netflix. La sinopsis ya hablaba de una competición mortal, de tal forma que no costaba imaginar que sería una historia de supervivencia en la línea de Battle Royale, Los juegos del hambre o Alice in Borderland, la serie japonesa que ya se había estrenado en la plataforma. Pedí screeners (o sea, ver los episodios antes del lanzamiento) para hacerme una idea de cómo era y escribir una crítica para esta web. Se me dijo que no estaban disponibles. No era falta de confianza: simplemente, en esos momentos, nadie contaba que en Europa podía interesar una propuesta surcoreana.
Así de imprevisto fue el fenómeno de Hwang Dong-hyuk que, sin promoción, llamó la atención de suficientes clientes para que empezase un incesante boca-oreja. Al ver que el contenido viciaba, la plataforma cambió de estrategia y puso en marcha la maquinaria promocional a nivel internacional. En tres meses, acumuló 265 millones de visionados, una cifra que nadie (ni Stranger things ni Miércoles) ha podido todavía igualar. Era la serie imperdible, la que todo el mundo veía, la que todos discutían, la que hasta preocupaba a los padres porque los niños en el recreo la comentaban. El juego del calamar se había convertido en una obra universal en una época donde esta clase de títulos habían dejado de existir por culpa de la fragmentación televisiva.
Esta vez, con el estreno de la segunda temporada en Netflix este jueves, Dong-hyuk se encuentra en una posición diametralmente opuesta. Será interesante ver si, al estar en lo más alto, solo puede caer o si, por lo contrario, solo puede reforzar su estatus como anomalía audiovisual. Con la primera temporada, por más que el bombazo obligase a analizar la obra con dureza (por aquello de poner la serie en su lugar), ofreció un entretenimiento bien hecho y en esencia infalible. No ponía nada nuevo sobre la mesa. La metáfora anticapitalista era obvia, con una comunidad de ricos financiando una competición mortal donde personas pobres eran asesinadas en juegos infantiles. Esta clase de relatos han sido explotados de forma recurrente en el cine, la televisión y la literatura.
Por suerte para él, tenía elementos a su favor que crearon la tormenta perfecta. La familiaridad del formato narrativo hacía que fuera una obra accesible y provocadora. La era propia y llamativa, desde los uniformes de los sicarios (o sea, los trabajadores del juego) a las escaleras para ir a las pruebas. Los personajes, con el carismático Lee Jung-jae en cabeza como Gi-hun, se te metían bajo la piel: Dong-hyuk exhibía una habilidad casi quirúrgica para acuchillarte los sentimientos cada vez que tocaba traicionar o asesinar un secundario. Y, por lo que se refiere a la audiencia occidental, se la sorprendió con la sensibilidad televisiva coreana y su tendencia a los contrastes entre dramatismo y comedia.
En la segunda temporada, el factor novedad ya se ha desvanecido, como era de esperar. En los primeros capítulos, se muestra cómo Gi-hun, a quien vimos quedándose en Corea con sed de venganza, lleva años planificando cómo hundir la organización que produce los juegos mortales. No quiere que más hombres y mujeres incautos, endeudados, sin futuro, cedan a la presión de llevarse un premio descomunal a cambio de seguramente perder sus vidas. Así que tiene a sueldo a hombres para encontrar a los reclutadores. Y, sin revelar cómo sucede, ocurre lo irremediable: Gi-hun despierta otra vez en la habitación de las literas, con el número 456, rodeado de otras 455 personas, esperando a salir al descampado con la muñeca-robot asesina que juega al escondite inglés. Él es el único que entiende que en la prueba decenas de ellos perderán la vida.
Aparte del hecho que Gi-hun entiende la gravedad de la situación y que el juego está concebido para que solo haya un ganador (y no múltiples que se lo puedan repartir, como creían erróneamente en el pasado), hay otro cambio significativo en el enfoque de esta nueva competición. En los contratos que firman los jugadores, aparece una nueva cláusula: después de cada prueba, los concursantes podrán someter a votación si continuar jugando o parar. Es la manera que tiene el creador de desmarcarse de la obvia metáfora anticapitalista de la primera temporada.
En vez de poner el foco en cómo el 1% se divierte viendo morir a personas con el agua hasta el cuello por un sistema que las endeuda, ahora critica la capacidad de las personas vulnerables de cometer actos realmente atroces delante de una urna, votando en contra de sus propios intereses y contra los derechos humanos. ¿Cuántas personas, por ejemplo, votan a partidos que piensan en bajar los impuestos a las empresas y a la clase opulenta, con una mentalidad aspiracional, cuando en realidad son clase trabajadora y precisamente requieren más que nadie que los servicios públicos sean de calidad y tengan la financiación adecuada? ¿Y cuántas elecciones más podemos presenciar en las que un sector del electorado no teme apoyar partidos cada vez menos disimuladamente fascistas?
En esta nueva etapa, El juego del calamar no puede combatir la sensación inicial de déjà vu. La desaparición de la ingenuidad de Gi-hun no es un cambio lo bastante sustancial al enfrentarnos a las nuevas pruebas, incluso con Dong-hyuk sacándose de la manga una dinámica de personajes que es mejor no revelar al lector y que permite desarrollar una tensión implícita extra en la ya de por sí desgarradora competición. La principal dolencia de la temporada es que ni ofrece un cambio radical en la estructura, ni opta por elevar los valores de producción y los desafíos de los personajes (un enfoque secuelístico, todo hay que decirlo, bastante holgazán).
En lo que se refiere a las víctimas del sistema, esta vez nos quedamos con personajes más superficiales y donde el guion no puede sobreponerse a nuestras reticencias de invertir emocionalmente en ellos, a sabiendas que les veremos muertos al cabo de pocos minutos. No tenemos un anciano del que preocuparnos (ay, qué ilusos que éramos), no tenemos un enfrentamiento de canicas tan desgarrador como el que protagonizaron Ho-yeon y Lee Yoo-mi (si alguien no lloró con esa escena es que está muerto por dentro) o la traición del personaje de Park Hae-soo al inmigrante paquistaní de Anupam Tripathi.
Es irónico que, si hablamos de situaciones límite, las más impactantes sucedan antes de que Gi-hun ingrese otra vez en el juego. Y también es irónico que, de la nueva galería de participantes, quien destaca es Park Sung-hoon, un actor cisgénero, en la piel de una mujer trans a quien el resto de concursantes ven como un bicho raro. Para compensar el polémico fichaje, en mercados como el español se ha arreglado el casting con un doblaje en manos de Abril Zamora. No sé hasta qué punto se puede decir que haga un buen doblaje, porque doblar audiovisual coreano es una misión imposible por la expresividad de la lengua, pero sí transmite esa simpatía innata de Zamora.
Con esta secuela de El juego del calamar, estamos otra vez ante un entretenimiento infalible, esta vez con un dramatismo y una tensión menos conseguidos que no justifican los tres años de espera, pero que representa a la perfección lo que debería ser la esencia de Netflix como la plataforma de streaming generalista por antonomasia: es adictiva, comercial, accesible y está bien hecha. Incluso se le puede perdonar (por predecible) que, más que una historia completa, esta vez se nos ofrezca una temporada interrumpida, a la espera del estreno de la tercera, que ya ha sido rodada, y cuyo lanzamiento será en 2025.