Dos de cada diez catalanes sitúan hoy la inmigración como uno de los principales problemas de Catalunya. La cifra supone casi el doble que hace un año y hasta el triple de las registradas por el Centre d’Estudis d’Opinió en el 2022. Por ello, la irrupción de la formación xenófoba Aliança Catalana en las pasadas elecciones autonómicas ha desatado todas las incógnitas sobre el verdadero techo electoral del voto ultra en Catalunya. Al fin y al cabo, la suma de todas las papeletas abiertamente contrarias a la inmigración –sean de signo independentista o españolista– rebasa ya la cifra de los 370.000 electores.
A partir de ahí cabe preguntarse si Catalunya se encamina hacia un escenario en el que el nacional populismo hostil a la inmigración se moverá al alza, hasta alcanzar una hegemonía electoral como la que disfruta el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen en la Catalunya francesa (donde superó el 50% de los votos en las legislativas del pasado julio). La respuesta, sin embargo, es un no rotundo. La espuma que genera el chapoteo ultra no debería ocultar que la evolución es la contraria: Catalunya se ha movido hacia mayores niveles de tolerancia ante la inmigración.
Para empezar, la consideración actual de la inmigración como problema (19%), aunque elevada, sigue muy por debajo del 40% de menciones que registró en el 2006, o del 30% que alcanzó en diversos momentos de la primera década del presente milenio. De hecho, la aceptación explícita de la inmigración (según el Institut de Ciències Polítiques i Socials) ha evolucionado al alza en los últimos 23 años, hasta situarse hoy en el 60%. En cambio, el rechazo a los inmigrantes ha caído desde el 34% al 22% actual.
Es más, un dato tan significativo como el respaldo a la limitación de la entrada de extranjeros ha experimentado también una evolución hacia la apertura. Si hace 30 años, en 1993, casi un 66% de los catalanes consideraba que había que limitar la llegada de inmigrantes, tres décadas después esa tasa ha caído en más de 20 puntos (hasta el 44%). Y paralelamente, el rechazo a limitar la entrada de inmigrantes ha crecido en una proporción similar: de casi el 30% en 1993 a un 52% en el año 2023.
El ICPS refleja un apoyo creciente a la llegada de extranjeros a Catalunya en su serie histórica desde 1992
Entonces, ¿cómo es posible que habiendo aumentado la tolerancia hacia el fenómeno migratorio surjan ahora ruidosas formaciones ultras con un nivel de apoyo inédito? La respuesta es múltiple. Hoy en día, por ejemplo, son pocos (el 18%) los que piensan que los extranjeros quitan trabajo a los españoles (frente al 55% que pensaba así en 1992). En cambio, un 35% (20 puntos más que hace tres décadas) explica el rechazo a los inmigrantes “porque no aceptan nuestras costumbres”. Es decir, la línea de fricción se ha trasladado a la idiosincrasia y encaja en las irreconciliables pugnas culturales que envenenan las democracias occidentales.
Ahora bien, ese terreno del choque cultural no es homogéneo y acota el rechazo intenso a la inmigración a determinadas zonas. Los datos del CEO son muy reveladores. Si la inmigración figura como el tercer problema principal de Catalunya entre el total de los consultados, en las localidades de entre 2.000 y 50.000 habitantes (o de entre 50.000 y 150.000) el porcentaje de ciudadanos que lo consideran el más importante duplica el que se registra en localidades de mayor tamaño, de hasta un millón o más de habitantes.
No es casualidad, por tanto, que poblaciones de magnitud pequeña o mediana, históricamente homogéneas y hoy con un elevado contingente de inmigrantes (sobre todo de confesión musulmana) brinden a Aliança Catalana resultados muy por encima de la media. Localidades, además, donde el sufragio independentista ha llegado a superar el 70% de las papeletas emitidas.
Y ese voto a Aliança tampoco es casual porque muchas de aquellas localidades (como Vic, el Vendrell, Cervera o incluso Manresa) ya fueron testigos de la irrupción en el ámbito local, durante la primera década del milenio, de formaciones xenófobas como la extinta Plataforma x Catalunya, con resultados cercanos al 20% del sufragio en algún caso. Paralelamente, la división identitaria en ese flanco ideológico contribuye a difuminar la potencia del voto ultra en Catalunya, como ocurre en poblaciones como Figueres (con un 22% de sufragio de ese signo, repartido casi por mitades entre AC y Vox).
Nichos potenciales del voto ultra: poblaciones pequeñas o medianas, con mucha población musulmana o magrebí
Por el contrario, en Barcelona capital (con uno de los índices más elevados de población extranjera) la incidencia electoral de AC e incluso de Vox se sitúa por debajo de su resultado en el conjunto de Catalunya (lo mismo que el voto independentista). Eso significa que los nutrientes del voto ultra (sobre todo de signo secesionista) están muy localizados y, al mismo tiempo, limitados por su acotada base demográfica.
Ahora bien, en el cómputo global del voto xenófobo en Catalunya hay que incluir el potencial de Vox en las áreas metropolitanas de Barcelona o Tarragona, siempre por encima de la media de su sufragio en el conjunto del país. Y, finalmente, algunos indicadores deberían prevenir sobre un eventual deslizamiento hacia la extrema derecha de muchos votantes de los partidos tradicionales.
Por ejemplo, en lo relativo al impacto de la inmigración sobre los servicios públicos la percepción negativa alcanza al 56% de los consultados por el CEO. Y esa valoración negativa es compartida por la mitad de los electores socialistas, el 60% de los de Esquerra y el 72% de los de Junts.
Lo mismo ocurre con la percepción sobre el número de inmigrantes (excesivo para un 48%, según los datos del CEO). El problema es que más del 40% de los votantes socialistas o de Esquerra, y más del 60% de los de Junts, coinciden en esta apreciación. Y algo muy similar ocurre con la valoración sobre las leyes que regulan la entrada de extranjeros en España (tolerantes para un 51%). Y esa opinión la comparten más de la mitad de los votantes del PSC o ERC y más del 60% de los de Junts.
A partir de ahí, los flujos potenciales de voto que pueden nutrir a cualquiera de las formaciones nacional populistas que operan en Catalunya (Vox y Aliança) se localizan, por un lado, en el Partido Popular y en menor medida en el PSC, y por otro en Junts. En este sentido, el grupo de Puigdemont es, después de Vox y el PP, la formación cuyos votantes expresan menos antipatía hacia los electores de Aliança Catalana, mientras que más del 25% de ellos afirman sentirse identificados con los votantes ultracatalanistas de Sílvia Orriols.
El CEO señala a Junts entre los partidos más expuestos al trasvase de voto hacia el catalanismo ultra
En definitiva, los datos globales conducen a contemplar con moderado optimismo la convivencia de los catalanes con la inmigración. Sin embargo, cuando se desciende al nivel de detalle, los indicadores invitan a ser prudentes sobre el techo electoral del nacional populismo autóctono. Especialmente, en sociedades tan volátiles como la Catalunya actual.
Las fricciones colaterales
Mezquitas, jefes y vecinos de otra raza
Las fricciones colaterales que genera la inmigración alcanzan al ámbito de las respectivas psicologías, un tipo de choque muy sutil y más difícil de medir y zanjar. Pero en el terreno cultural, los conflictos suelen ser más tangibles. Si hace 30 años solo un 17% de los consultados por el ICPS atribuía el rechazo a los inmigrantes a que profesan “religiones diferentes” o “no aceptan nuestras costumbres”, ahora esa tasa roza el 45%. Este aumento contrasta, no obstante, con la caída de otros indicadores más concretos. Por ejemplo, hace 20 años levantar una mezquita cerca de casa era juzgado grave por el 40% de los catalanes. Ahora, en cambio, solo inquietaría al 24%. Y lo mismo ocurre con tener un vecino inmigrante (que ha caído del 13% al 2%) o un jefe de otra raza (con un descenso del 14% al 4%).