El búnker y la visión de túnel
Videohomilía
Los apocalipsis ya no desembocan en un nuevo amanecer sino en un búnker, que como todo el mundo sabe es exactamente igual que un túnel pero sin salida al otro lado
Nuestro catálogo de apocalipsis acaba de enriquecerse con el estreno en Netflix de la estupenda película Dejar el mundo atrás, escrita y dirigida por Sam Esmail, el creador de la serie Mr. Robot, que plantea un acabose paulatino e indefectible que por primera vez no cuenta con la siempre dicharachera compañía de la retransmisión televisada y de la animada conversación que tales hechos nos reportaría en las redes sociales. Porque la primera amputación que padecen los protagonistas es la de las comunicaciones. A las autoridades apenas si les da tiempo a colgar una pantalla azul de alerta a la población antes de la desconexión completa. Hale, báilalo.
Aviso desde ahora mismo que este sermón va a ser como la anunciación del ángel Gabriel o la venida de los Reyes Magos: contiene spoilers. O como los sermones de misa de doce, que antes de atraparte con el emocionante drama judicial del calvario de Cristo ya te han contado la resurrección.
Bien, pues ahora que ya estamos solo los que tenemos que estar, el caso es que el relato de Esmail, inspirado por las mecánicas narrativas de Shyamalan, se construye mediante la estructura inversa a la habitual en el género catástrofes, la de una historia que en lugar de ir ensanchándose en lo social, lo político y lo visual, se angosta conforma avanza su metraje, de modo que no es de extrañar, como ocurría en Señales, del citado Shyamalan, que acabe desembocando en la agria salvación de un refugio subterráneo.
Pero a diferencia de las pautas establecidas por clásicos como Deep impact o Independence day, y que hasta Shyamalan respetó, el relato no acaba cuando pasa la tormenta y salimos del refugio sino cuando logramos abrir la puerta blindada que permite entrar en el búnker. Hay que entender el significado de este hecho, el de enterrarse y esperar hasta salir al nuevo día para comenzar la reconstrucción recordando Twister, la obra maestra de Jan de Bont. Porque hablamos de un país que tiene por costumbre levantar casas con tablones, puntas y un martillo, y que es arrasado cada año por inmisericordes tornados de categoría cinco, también conocidos allí como los dedos de dios, ya saben, el que subió a los cielos después del juicio y por lo que se ve se entretiene revolviendo nubes.
Es decir, que la esperanza es la catacumba, el panteón, sepultarnos a nosotros mismos con una tonelada de leche en polvo y cien sacos de arroz. Elocuente de esta paranoia que aterroriza sobre todo a quienes tienen tanto que no conciben que su destino sea tan indigno como el de los que andamos con lo justo para pasar el día, es decir elocuente de los ánimos de los que no quieren morir, pudrirse y ser abono, es la serie de Disney + Asesinato en el fin del mundo, de Britt Marling, que aprovecha para denunciar con bastante gracia que los supuestos desvelos de los Bill Gates, Elon Musk o Jeff Bezos para idear tecnologías que nos salven del apocalipsis son en realidad un señuelo con el que entretenernos mientras excavan en lo profundo de la tierra para construirse un chalet adosado al limo que les garantice la supervivencia a ellos y a sus querubines.
El problema de la bunkerización es que hay que tener un plan para después, un plan que pasa por virar 180 grados y volver sobre nuestros pasos en dirección a la luz. Un búnker no es más que un túnel sin salida al otro lado. De lo contrario, la genial solución puede desembocar en la sociedad distópica de otra serie estupenda, Silo, de Graham Yost, inspirada en una novela de Hugh Howie y emitida por Apple TV. Una de las paradojas más sugerentes de la serie es que hay una historia oficial sobre el pasado y ninguna fuente documental previa al mundo de Silo para corroborarla, de modo que puede ser cierto que los 10.000 humanos de esta ciudad sarcófago llevan encerrados 140 años, como dicen las autoridades de Silo, o pueden llevar miles, pues 140 años es un plazo estupendo para asegurar que nadie vivo recuerda nada más y que todos, como el niño de La habitación, nacieron ya sepultados. Todo es caverna de Platón y pudridero.
La ausencia de memoria histórica, explica Silo, es un vehículo indispensable para el sometimiento y la dominación. Pero, cuidado. El ensayista David Rieff postuló en su libro Contra la memoria que los excesos memorialísticos, sobre todo si se trata de un pasado trágico y violento, no solo no han demostrado tener un efecto vacuna en las poblaciones sino que bien al contrario esa fetichización del pasado doloroso parece conducir de forma inexorable a nuevos episodios sangrientos. Rieff, que aventuró está hipótesis hace más de una década inspirado por la guerra de la antigua Yugoslavia, se habrá estremecido por su espectacular intuición al escuchar ayer a la ministra israelí de Igualdad, May Golan, diciendo: “Me siento orgullosa de ser racista, tenemos derecho a ser racistas”.
Dos cosas más sobre el búnker literal y metafórico. La primera: no me caven pozos, estropean los acuíferos y vamos a necesitar mucha agua. Y dos: recuerden las sabias palabras de la princesa Leia a Han Solo cuando le dice a grito pelado: “Si se entra hay que tener un plan para salir”.