Me da apuro tener que revelar esto, pero España es un país de lo más normal. Con manifestantes de todo signo, minorías radicales que no hallan la paz hasta que hacen arder un par de contenedores, consignas políticas rimadas en pareados de gusto discutible y gentes de izquierda y derecha que coexisten la mayor parte del tiempo sin problemas y votan a quien les da la gana.
Por eso es de lamentar que a alguien (¿Marlaska?) le haya parecido buena idea ofrecer la imagen de que la democracia española se halla amenazada por hordas fascistas (España parece ser el lugar del mundo con mayor número de fascistas por metro cuadrado) y reaccionarios de todo pelaje. Solo así se explicaría que la investidura de Sánchez se ambientara con un dispositivo policial absurdamente desmesurado, en el que había más antidisturbios que manifestantes y hacía que el Congreso y sus alrededores parecieran en estado de sitio.
Y eso que los escasos manifestantes (recuerden los de “Rodea el Congreso” del año 2012: 64 heridos y 35 detenidos) parecían tan peligrosos como una excursión del Imserso o una despedida de soltero en Salou, por reprobables que puedan parecernos ese tipo de actividades.
De lo que estoy seguro es de que tanto a los partidarios de Sánchez como a la oposición la escenografía les ha parecido ideal. A los unos, porque su gran baza es la de ser el muro de contención progresista (¡así se han de ver Junts y el PNV!) frente a la extrema derecha; a los otros, porque las concesiones de Sánchez que han propiciado la investidura les parecen el preludio de la destrucción del Estado, la antesala del desmembramiento de España y un listado de traiciones que hacen que la de Bellido Dolfos parezca una fruslería.
Tal vez por eso Sánchez, sobreactuando, dedicó 45 minutos de su discurso a ajustar viejas cuentas y certificó la ausencia de cualquier punto de encuentro con la mitad del país. Luego desgranó sus logros de la anterior legislatura desde una complaciente superioridad moral, habló de la amnistía y la despachó con un algún tópico (“de la necesidad, virtud”) poco trabajado. Sánchez quiso dejar claro que para cada problema tiene una solución y que, en el caso catalán, la solución era la amnistía, pero hubiera debido esmerarse más: los chinos piensan que una solución no es más que un billete de entrada a una nueva serie de problemas.
El alegato habría mejorado bajando el tono un par de decibelios y diciéndole a Feijóo que, para la solución de conflictos como el catalán, aunque haya que trabajar por la verdad, la justicia y la convivencia, a veces resulta imposible combinar los tres objetivos. Pero que en ningún caso podemos aceptar que la verdad y la justicia sean preferibles a la convivencia pacífica, que puede exigir sacrificar algo de justicia y mucho de verdad.
Claro que, para eso, enfrente debería tener a alguien que entendiera que el Estado civilizado es una organización frágil y el estadista no tiene el derecho moral a arriesgar su supervivencia arrojando a la cara del rival eslóganes manidos sobre el honor nacional y apelando a la emotividad que surge de un sentimiento, fundado o no, de agravio.
Vamos, lo normal.