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¿De quién es Andalucía?

Cuadernos del sur

Más que un espacio geográfico ancestral y un territorio cultural, Andalucía, sobre todo, es un relato sentimental. Para unos consiste en la narración (verdadera) de un hecho diferencial, aunque sea de forma algo difusa. Para otros se trata de una fábula con espíritu amable, en contraste con los independentismos periféricos, que vendría a encarnar la mejor sinécdoque posible de España, además de ser la cristalización de una aspiración, alumbrada en términos políticos hace más de cuatro décadas, que terminó adquiriendo arquitectura institucional.

Con independencia de cuál de estos dos planteamientos prefiera cada cual –tan lícito es elegir entre la vehemencia y la distancia– lo cierto es que desde la constitución de su autogobierno, hace cuarenta años, la gran autonomía del Sur ha sido interpretada por sus notables como un predio. Un bien particular. Un patrimonio que debe administrarse en régimen de monopolio.

Así fue durante los largos siglos de cultura agraria que explican su acontecer histórico –la tierra siempre ha tenido dueños– y, de igual manera, sucedió a finales de los años setenta, cuando los partidos políticos, antes que la gente, se lanzaron a la conquista del autogobierno por el miedo a quedar descolgados del movimiento regional centrífugo que, por emulación del caso catalán y la constante vasca, terminó condicionando el curso de la Santa Transición.

Moreno Bonilla y Alejandro Rojas Marcos, el 4D en el balcón del Palacio de San Telmo

Junta de Andalucía

Andalucía, como invención política, tiene muchoselementos de ficción. Primero, por parte de su autor, Blas Infante, un notario de Casares que, fascinado por el mito andalusí, inventó en su casa de Coria los símbolos de una idílica república decimonónica a comienzos del siglo XX. Después, debido a la obstinación de sus élites que, tras condicionar la España de la Restauración, no querían perder influencia en el tránsito entre el franquismo y la democracia.

Casi medio siglo después, la propiedad (política) de la gran autonomía del Sur sigue siendo objeto de disputa, aunque entre la población esta guerra sea lejana y, en general, irrelevante,

como evidencia el hecho de que el segundo Estatuto de Autonomía, votado en referéndum en 2007, provocase el bostezo abstencionista del 63,72% del censo llamado a ratificarlo.

La segunda carta magna del autogobierno meridional fue validada en las urnas por 2,2 millones de votantes sobre un censo de 6,1 millones, lo que supone un respaldo de un tercio de la ciudadanía. Es un hecho. En honor a la verdad (electoral) no puede decirse que la mayor autonomía de España sea ecuménica o una preocupación que inquiete mucho a los andaluces.

A quienes sí seduce, aunque por motivos diferentes, en general interesados, es a su clase política, cuyos actores fundacionales se consideran héroes por haber sido protagonistas de aquellos años –cada vez más lejanos– de la gestación autonómica. Muchos piensan que la posesión simbólica de la bandera blanca y verde es una garantía infalible para tener el poder.

Manifestación para pedir la autonomía plena par a Andalucia

Efe

Esta creencia evidencia la falta de capacidad de la Andalucía institucional para adaptar su discurso a las necesidades del presente, con problemas nuevos a los que existían en la década de los ochenta. El autogobierno, cuyo ejercicio institucional se da por supuesto, tampoco ha conseguido solucionar todas las carencias atávicas, que persisten, aunque en menor grado.

¿Tiene sentido pelearse por algo que ya existe? Parece una actitud estúpida. Y, sin embargo, la disputa por la posesión exclusiva del relato autonomista condiciona a la generación política activa durante los últimos ocho lustros –ya en su crepúsculo vital– y también a sus herederos.

La decisión de la derecha, que nunca confió en el autogobierno andaluz, de convertirse a la religión autonomista no es cosa nueva. Se inició bajo el liderazgo de Javier Arenas a partir de 2004 y sirvió para diluir en la desmemoria un pretérito problemático –UCD y AP nunca apoyaron con convicción la reivindicación autonómica– y situar así al PP en el eje principal, aunque socialmente más que superado, de la política meridional. No explica, sin embargo, que hace cuatro años Moreno Bonilla alcanzase el trono del Palacio de San Telmo.

La victoria conservadora en 2018 se debió a otros factores. Básicamente, hay que considerar el desgaste del PSOE y las consecuencias de la presencia de Cs y Vox en el ámbito parlamentario. La defensa del autogobierno quedó fuera de la ecuación del cambio (sin cambio). Tampoco es la causa del trasvase de votos, procedentes de electores liberales y socialistas, que hace seis meses ayudó al presidente de la Junta a lograr una mayoría absoluta.

Borbolla, Chaves, Susana Diaz, Griñán y Rafael Escudero, presidentes socialistas de Andalucía junto a un busto de Blas Infante

Parlamento de Andalucía

El PP andaluz ha conseguido, sin embargo, hacerse durante la pasada legislatura y el tiempo transcurrido de la presente con la insignia metafórica del andalucismo, tras fagocitar a Cs y desactivar a sus referentes en Andalucía con cargos en la Junta, a pesar de que las urnas los dejaron fuera del Parlamento. Y lo ha logrado con una voluntad que es terrestre, no poética.

Su activa conversión hacia el autogobierno, concebida para convertir su mayoría política en hegemonía y no depender más de alianzas con otros partidos, ha avanzado rápido gracias la renuncia de los socialistas al que fue su gran patrimonio generacional: el autonomismo de izquierdas. Los tres eternos años de cohabitación entre una Susana Díaz fracasada y un Pedro Sánchez victorioso, durante los cuales la expresidenta adoptó una postura sumisa ante la Moncloa y Ferraz, allanaron a los populares el camino para sustituir al PSOE.

Moreno Bonilla se ha convertido en el verdadero legatario de los socialistas andaluces. Un vástago inesperado. Ha mantenido la Junta tal y como la heredó; se ha apropiado de todos sus mensajes –política de género, servicios públicos, el papel de Andalucía como contrapeso ante las ambiciones territoriales de los nacionalismos en Catalunya y Euskadi– y ha construido institucionalmente un mausoleo para los padres de la patria andaluza, sean reales y figurados.

Desde el presidente de la preautonomía, Plácido Fernández Viagas (al que la Junta le ha dedicado una biografía), a Rafael Escuredo, primer presidente regional –el PP le concedió una medalla de honor creada ex novo–, pasando, aunque de manera más tibia por José Rodríguez de la Borbolla, cuyo archivo personal se acogió con entusiasmo en el Museo de la Autonomía.

Todos los notables de la autonomía han sido objeto de requiebros por parte de Moreno, que, sin consultar con nadie, ha sumado a esta nómina, con un rango idéntico a Blas Infante, al exministro Clavero Arévalo, cuyo papel en la defensa del autogobierno, aunque estimable, es inferior al de otros actores políticos de su tiempo. No se trata pues de un gesto, sino de una estrategia calculada cuyo episodio final ha consistido en incorporar a la causa a Alejandro Rojas Marcos, histórico fundador del PA, al que ha contentado decretando, sin que mediase un debate

parlamentario, el 4 de Diciembre como Día de la Bandera Autonómica, en recuerdo a las manifestaciones de 1977 que evidenciaron el respaldo popular al autogobierno.

Moreno Bonilla incluso ha prestado atención a la familia de Manuel García Caparrós, el joven sindicalista de Málaga asesinado hace casi medio siglo, considerado mártir de la autonomía. Su obsesión es sumar adhesiones –con vista a las municipales de mayo– tanto a la derecha como a la izquierda. La fórmula, cuyo resultado tiene que ser evaluado, relega a los socialistas a una posición subsidiaria y reabre la guerra sin cuartel entre los dos bandos históricos del autogobierno, que reivindican su propio papel en la historia oficial de Andalucía.

La bandera de Andalucía de Blas Infante

Museo de la Autonomía

Las izquierdas, los socialistas y los andalucistas libran desde hace medio siglo una batalla por rentabilizar los honores (amarillentos) de sacar adelante la gran autonomía en el Sur. Se trata de un litigio personalista, sustentado en las disputas entre personajes retirados, que no tiene efecto real en la calle, pero que ayuda a que el Quirinale de San Telmo aparezca como el punto de convergencia natural de ambos bandos gracias a un hábil ejercicio de sincretismo.

Los andalucistas, sin representación parlamentaria, siempre se han adjudicado el mérito de ser la vanguardia del autogobierno frente al PSOE, al que desde hace cuatro décadas reprochan haberse mantenido tibios durante el proceso autonómico hasta que, en la época de Escudero, decidieron dar un giro (exitoso) y encabezar la reivindicación por puro interés electoral. Los socialistas, por el contrario, han alimentado desde el poder la teoría de que el PA (entonces PSA) pactó con Suárez una vía lenta para la autonomía que frustraba la demanda social y política de los partidos de izquierdas para que el Sur fuera una nacionalidad histórica.

Esta es la vieja querella que ha explotado tras el homenaje que Moreno Bonilla rindió el domingo a Rojas Marcos, partidario de que en Andalucía haya un modelo político similar al catalán o al vasco, donde los partidos conservadores y también los de izquierdas defienden indistintamente posiciones nacionalistas. Al PSOE no le ha gustado perder el monopolio del autogobierno, aunque sus dirigentes no sepan hasta el momento contrarrestar esta ofensiva del PP y articular un proyecto propio, en vez de actuar como una mera franquicia de Ferraz.

Un PSOE andaluz, sin pulso, sin ideas y sin capacidad de renovación, es un serio problema para la Moncloa de cara a las elecciones locales y a las generales. Quien sí ha hecho desde filas socialistas una defensa del compromiso del PSOE con la autonomía, discutiendo así la versión del PA, es el segundo expresidente de la Junta, José Rodríguez de la Borbolla, que en sus memorias políticas, publicadas por la Universidad de Sevilla, documenta el compromiso de su partido con el autogobierno andaluz dentro de “una idea global de España”.

Borbolla fecha en 1976 los pronunciamientos –escritos en órganos de prensa partidarios– de los socialistas andaluces en favor de un “federalismo racionalizado” cuyo instrumento serían “las autonomías regionales en el marco de la estructuración unitaria del Estado”. Junto a estos documentos, relata un mitin del PSOE celebrado en Carmona en septiembre de esta año donde sus dirigentes propusieron una autonomía para Andalucía “basada en el legado republicano”.

Líderes de los partidos políticos andaluces el 4 de diciembre de 1977

Junta de Andalucía

A modo de evidencia, Borbolla reproduce en su libro una crónica de la revista Triunfo firmada por el periodista Antonio Burgos, donde se afirma: “El mitin de Carmona ha servido para detectar una abierta toma de postura del PSOE a favor del regionalismo andaluz. La entrada del Teatro Cerezo estaba adornada con dos banderas regionales (…) Alfonso Guerra dio una gran dimensión política al discurso con el que se cerró el homenaje al prestar su voz a las reivindicaciones andaluzas: ‘En la lucha por la autonomía de los pueblos de España, los andaluces tenemos una doble legitimidad’”.

Burgos formaba parte de Compromiso por Andalucía, embrión de la Alianza Socialista por Andalucía y, más tarde, del PSA. Su artículo no pone en duda el compromiso socialista con el autogobierno andaluz, cuya paternidad exclusiva se arrogan los andalucistas desde 1965. Cada orilla niega a la contraria porque ambas organizaciones se han disputado siempre un terreno político similar, sólo que por una vía distinta: mientras el PSA aspiraba a reproducir en el Sur el modelo de los nacionalistas catalanes y vascos –el mimetismo del agravio–, los socialistas definieron el modelo territorial de España que el PSOE terminaría pactando con la UCD.

En ninguno de ambos casos está ausente la vieja invariante de Andalucía: la idea de que su devenir político se debe al logro particular (en este caso partidario) de un grupo concreto, en lugar de entenderse como una conquista colectiva. La autonomía se reivindicó masivamente en

las calles en 1977 y el referéndum de 1981 se perdió (por Almería). La contradicción se resolvió en los despachos, pero dejó heridas que cuatro décadas después todavía sangran

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