Pasqual Maragall cumple este miércoles 80 años tras una trayectoria marcada por su papel clave en la transformación y proyección de Barcelona. Tres articulistas y su hija abordan la personalidad, la acción y el ideario del expresident, que lucha contra el alzheimer.
Enric Juliana
La sutil venganza de las "maragalladas"
Pasqual Maragall fue un municipalista muy intenso, absoluto, durante el tiempo en que ejerció como alcalde de Barcelona. Su estandarte era el principio de subsidariedad: todo lo que pueda hacer una administración inferior no lo debe hacer la superior.
Después de su corta presidencia de la Generalitat dejó a la sociedad catalana a las puertas del soberanismo ante la fortísimos ataques que recibió el proceso de cocción del nuevo Estatut. “Maragall es valiente”, reconoció en privado Jordi Pujol.
Si Felipe González le hubiese nombrado ministro, cosa harto improbable, Maragall se habría comportado como un federalista convencido y un españolista sincero, puesto que siempre tuvo una idea de España. Pasqual Maragall nunca fue antiespañol. Ni lo sería hoy, si la enfermedad no le hubiese privado del tormento de la actualidad.
"Si Felipe González le hubiese nombrado ministro, cosa harto improbable, Maragall se habría comportado como un federalista convencido y un españolista sincero"
Si al dejar la alcaldía de Barcelona hubiese tenido la oportunidad de desempeñar alguna importante responsabilidad en el plano europeo o internacional –hubo gestiones en esa dirección–, habría sido el más ferviente europeísta e internacionalista.
Poseído de una fuerte subjetividad, Maragall podía ser intenso en diversas direcciones. Una personalidad compleja. En su época de primera militancia política en la universidad, él y su hermano Ernest eran conocidos como “los implícitos”. Esos motes estudiantiles suelen ser certeros.
Al implícito Maragall le costaba ser explícito y eso fue aprovechado por sus adversarios para caricaturizarle y, más adelante, escarnecerle. De ahí nació la palabra maragallada y de ahí surgió una vil campaña de denigración: “está loco”, “bebe”...
Algunas de las más insignes maragalladas se están cobrando una sutil y magnífica venganza. Le trataron de loco cuando en el 2002 escribió: “Madrid se va”. Veinte años después es explícita la voluntad de la derecha madrileña de convertir la capital de España en una suerte de Singapur mientras absorbe energías de todo el país. El peso político y económico de la capital se halla hoy en el centro del debate español.
Abogó Maragall por la constitución de “eurorregiones”, nuevos espacios de colaboración traspasando fronteras si fuese necesario. Dijeron que era una quimera. Ahí tenemos la interacción entre Portugal y Galicia o las sinergias del País Vasco con Aquitania, yendo más allá del País Vasco francés. Abogó por una intensa cooperación entre Catalunya, la Comunidad Valenciana, Baleares y Aragón y le acusaron de querer resucitar la Corona de Aragón. Veinte años después, el presidente valenciano Ximo Puig, el más maragallista de los actuales dirigentes socialistas, defiende con éxito la mancomunidad mediterránea de intereses. Aragón también se acabará interesando por esa alianza. Es cuestión de tiempo. Maragall defendía el “federalismo asimétrico” como solución para las Españas y todo eran carcajadas. Aunque no lo parezca, vamos en esa dirección. Las maragalladas se están cobrando una dulce venganza.
¿Dónde estaría hoy políticamente? Es muy difícil responder esa pregunta. Casi temerario. Después del fracaso del nuevo Estatut, hoy probablemente no estaría muy lejos de su hermano Ernest, con mejor humor. Sentiría interés por el ascenso de Salvador Illa. Hablaría a menudo con Ada Colau. Y visitaría con frecuencia a Jordi Sànchez en prisión. Simpatizaría con el independentismo pactista, rechazando la retórica separatista. ¿Complicado? Bueno, estamos hablando de Pasqual Maragall.
Cristina Maragall
Una verdadera lección de vida
Los 80 años de mi padre me han llevado a releer algunos de sus discursos, libros y artículos a partir de aquel otoño del 2007, en que el alzheimer irrumpió en nuestra vida. Catorce años después, sorprende que sus palabras no han perdido sentido, que sus objetivos se revelen más necesarios que nunca y que su personalidad –a pesar de dolorosas pérdidas– todavía deja al descubierto su calidad humana.
En aquella rueda de prensa en el hospital de Sant Pau, donde hizo público su reciente diagnóstico, un Pasqual Maragall determinado tomaba el siguiente compromiso: la firme voluntad de ayudar a derrotar la enfermedad de Alzheimer promoviendo la investigación científica y la ambición de mejorar la consideración social de las personas a afectadas por la enfermedad.
En aquel momento, el impacto de la noticia no nos dejaba leer la profundidad de sus palabras. Hay una voluntad política en la manera en que hizo aquella declaración, plenamente coherente con su trayectoria. Una rueda de prensa en primera persona, en un hospital público, pidiendo respeto por los médicos e investigadores que lo rodean, desbordando agradecimiento a las personas que lo acompañan, con sentido del humor y la mirada puesta en un futuro sin alzheimer para las próximas generaciones.
"Catorce años después (de diagnosticarle alzheimer), sorprende que sus palabras no han perdido sentido, que sus objetivos se revelen más necesarios que nunca"
Aquel 2007 Pasqual Maragall toma dos decisiones trascendentales. De acuerdo con su ideario político, crea la Fundació Catalunya Europa, que da salida a su vocación europeísta promoviendo el estudio, la reflexión y el debate permanente. En paralelo, para entender una enfermedad incomprensible, de la mano de mi madre, Diana Garrigosa, y del doctor Jordi Camí impulsa la Fundación Pasqual Maragall, donde actualmente trabajan más de 130 personas. A la fundación de lucha contra el alzheimer la avalan una producción de 120 publicaciones científicas en revistas de gran prestigio en los últimos cinco años, la decena de proyectos de investigación que tiene en marcha su centro de investigación en Barcelona y los más de 40.000 socios que, a día de hoy, le dan su apoyo.
A la vez, inicia el proyecto de rodar un documental sobre la enfermedad de Alzheimer con el cineasta Carles Bosch. De aquí nació Bicicleta, Cullera, Poma, donde explica en primera persona su paso por la enfermedad, convencido de que dignificará la vida de todas aquellas personas que conviven con ella. No hay enfermos de alzheimer, sino personas que viven con alzheimer.
A lo largo de estos años, mi padre ha ido perdiendo la noción de lo que era su objetivo en el 2007, pero hoy nos da una lección de humanidad aun mayor. Para él, lo más importante son las personas y trata con gran respeto y agradecimiento a todos los que lo cuidamos.
Aunque ha perdido la capacidad de leer, sigue recitando versos. Aunque ya no puede ir a conciertos, sigue escuchando música con deleite. Releo las palabras que escribí en el 2008 para la presentación de su libro Oda inacabada y me emociona pensar que, a pesar de tantas pérdidas, él todavía está ahí:
“Parlem de la seva capacitat d’arribar i d’engrescar a tothom, amb una alegria que desarma.
Parlem de la seva curiositat permanent, la seva mirada constant, oberta i sense perjudicis.
Parlem de la seva fidelitat a les persones, de la seva emotivitat.”
Y hablamos, aún hoy, de su generosidad. La primera etapa del confinamiento, poco después de morir mi madre, le desorientó y entristeció mucho. Un día en que le veía especialmente perdido, le pregunté si podía hacer algo por él, si echaba de menos a mi madre. Tragándose las lágrimas me dijo que no me preocupara, que el problema era suyo y ya saldría adelante. Touché. Una lección más de mi padre y de 80 años, a pesar de todo, llenos de vida.
Lluís Uría
El padre de la Barcelona de hoy
Hágase lo que se deba y débase lo que se haga”, proclamó el alcalde Francesc Rius i Taulet para dar el empuje definitivo a la Exposición Universal de 1888, una de esas cita fundamentales que han marcado el devenir de Barcelona. Pasqual Maragall no lo expresó nunca así, pero actuó como si lo pensara. Su ambición hizo que los Juegos Olímpicos de 1992 convirtieran a la ciudad en un referente mundial, a la par que servían de palanca para ejecutar una de las mayores transformaciones urbanísticas de su historia, con la recuperación de la fachada marítima –olvidada cuna de la revolución industrial catalana– como principal legado.
Maragall no fue quien tuvo la idea de lanzarse a la aventura de los JJ.OO. La urdieron Juan Antonio Samaranch, pope del olimpismo, y Narcís Serra, su antecesor. Pero, a la vista de lo conseguido, difícilmente cabe imaginar mejor piloto. Su gran virtud fue involucrar a los agentes públicos y privados, así como a los ciudadanos, en un gran proyecto común. Lo que se vino en llamar después el modelo Barcelona.
Secundado en la organización olímpica por Josep Miquel Abad –mantenerle al frente contra viento y marea fue el mayor mérito de Maragall, según diría después el presidente del COI–, el entonces alcalde no solo consiguió unos Juegos impecables, que derrumbaron el cliché de la improvisación hispana, sino que logró que estuvieran al servicio de la ciudad. Y no al revés.
Ese fue en realidad el mayor éxito de Maragall. El estadio olímpico de Montjuïc y el Palau Sant Jordi dormitan hoy en la cúspide de la montaña sin grandes acontecimientos deportivos que llevarse a la boca –triste destino compartido por tantos otros una vez pasado el fulgor de las medallas–, pero las instalaciones están lejos de caerse a pedazos como en otras ciudades exolímpicas (Río 2016 es el caso más reciente). Y la nueva Barcelona que alumbraron los Juegos (la Villa Olímpica de Poblenou, las playas recuperadas, las rondas de circunvalación...) está más viva que nunca.
"Maragall no solo consiguió unos Juegos impecables, que derrumbaron el cliché de la improvisación hispana, sino que logró que estuvieran al servicio de la ciudad"
Cuando Maragall viajó a Los Ángeles durante los Juegos de 1984 para promocionar la candidatura de Barcelona, un capitoste norteamericano le preguntó: “¿Y han venido en coche?”. La anécdota puede parecer extravagante a las nuevas generaciones. Pero la realidad de hace cuatro décadas era esta. Nadie sabía dónde estaba Barcelona. Después de 1992 ya nada iba a ser igual.
El éxito organizativo de los Juegos –que también lo fue en el terreno deportivo– y la imagen moderna, festiva, abierta y acogedora que ofrecieron los barceloneses ante los visitantes y las televisiones de todo el mundo resultó fundamental para disparar la cotización internacional de la ciudad y convertirla en un destino turístico de primer orden (algo que sin duda volverá a ser cuando se supere el paréntesis de la covid).
Los quince años de Maragall al frente de la alcaldía de Barcelona (1982-1997) fueron, tras el breve mandato inicial de Narcís Serra (1979-1982), los de la recuperación democrática local y la restauración urbanística. Desde las obras reparadoras en los barrios al proyecto olímpico, pasando por el difícil rescate del centro histórico y la internacionalización de la ciudad, esos quince años marcaron un rumbo, cambiaron el paradigma. Con sus aciertos y sus carencias, la Barcelona de hoy es hija de esa época.
La ciudad fue siempre el sueño de Maragall. Su obsesión. Joven economista especializado en economía urbana, empezó pronto (en 1965) a trabajar en el Ayuntamiento, donde acabó integrando el gabinete de programación del alcalde José María de Porcioles. Secretario de política municipal del recién fundado PSC, en 1979 –año de las primeras elecciones municipales democráticas– podía haber sido ya alcalde, pero renunció y prefirió ser el número dos de Narcís Serra. Hasta que la designación de éste como ministro de Defensa de Felipe González en 1982 le dejó en primera línea. Pronto se vio que lo llevaba en la sangre.
Hay muchos Maragall en Maragall. Pero probablemente, el alcalde sea el más auténtico.
Antoni Puigverd
Un 'president' brillante, ambiguo, sin poder
El legado de Pasqual Maragall va más allá de Barcelona. Su etapa de presidente de la Generalitat fue corta y polémica (incluso tormentosa: “Dragon Khan” era la metáfora periodística). Podía haber significado un paso decisivo en la federalización de España. La fórmula que él propugnaba, el “federalismo asimétrico”, pretendía reforzar los instrumentos territoriales. Catalunya los necesitaba para mantener su eje económico propio, amenazado por una operación de Estado, impulsada por el presidente Aznar: el Gran Madrid, París de España y Londres de Hispanoamérica, que ahora es ya realidad. Maragall lo anticipó en un artículo: “Madrid se va”. Heredero por parte de Basilisa Mira, su madre, de los valores de la Institución Libre de Enseñanza, su federalismo no era nacionalista. Además de solidario, era cálido y fraternal con el resto de España.
Pero el proyecto de Maragall chocó con la hegemonía aznariana (a la que Zapatero no pudo dar la vuelta), basada en la emoción patriótica contra el terrorismo de ETA. Una emoción neoespañolista que exigía, y obtuvo, una relectura unitarista de la Constitución.
En el 2003, Maragall consiguió un resultado más corto que en 1999 y tuvo que aliarse con la ERC de Carod, que había crecido, mediante vasos comunicantes, gracias a las emociones del aznarismo. En este cruce de una España sembrada por Aznar y una Catalunya en la que el independentismo tenía la llave de la gobernabilidad, se entiende la impotencia del regeneracionismo maragalliano.
"No fue entendido en la Catalunya interior, en la que prevalecieron los prejuicios antibarceloneses (y una mentira destructiva, que las bases pujolistas propagaron)"
Quería profundizar en la Constitución fomentando la competitividad fraternal entre territorios. Quería limpiar la corrupción y el pujolismo caciquil; y superar el vuelo de gallina. Quería convocar las energías catalanas para impulsar un cambio equivalente al de Barcelona. Tenía en la cabeza una Eurorregión que, sin romper la vajilla de la legalidad, liderara una amplia franja mediterránea franco-española. Una Eurorregión que podía otorgar a Catalunya la posibilidad de intervenir como actor principal en el Mediterráneo.
Era mal comunicador o, mejor dicho, mal simplificador. No fue entendido en la Catalunya interior, en la que prevalecieron los prejuicios antibarceloneses (y una mentira destructiva, que las bases pujolistas propagaron). Su discurso era complejo y ambiguo como lo es esta Europa que, superando las naciones, favorece las (con)fusiones de soberanía. El pujolismo estaba muy arraigado en la Catalunya profunda y el cambio no fue posible cuando Maragall todavía estaba en plena forma. Los cuatro años de oposición le gastaron mucho (lo enjaularon en unos límites que contradecían su personalidad creativa). En el 2003, ya ni el PSC confiaba en él. El tripartito fue pactado entre las direcciones de los partidos y Maragall aceptó presidir un gobierno que no controlaba. El error del pacto del Tinell debe entenderse en el contexto de la lógica amigo-enemigo introducida por Aznar. No era el momento de reformar el Estatut y lo sabía, pero se empeñó en la aventura federalizante, que acabó como acabó. Los tres partidos fueron desleales entre ellos y con el president. Los medios lo bombardeamos sin piedad: cualquier pequeño error fue agrandado con lupa. Anécdotas como la de la corona de espinas se convirtieron categorías catastróficas. La catástrofe del Carmel era colectiva y fue imputada en exclusiva al Govern.
No debería haber aceptado la presidencia. No dirigía ni su partido. Pero lo intentó porque era, es, muy terco. El legado de su terquedad ahora resuena en la gran nave catalana abandonada, que amenaza ruina. Su visión era inclusiva (como la del abuelo poeta: el grano de Catalunya contiene la espiga de España; y no al revés). Después de él triunfó la exclusión, que ya sabemos a dónde nos ha llevado