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Podemos se desangra en los territorios

Política

Los morados rediseñan el partido desde las bases tras sufrir reiterados fiascos electorales en las convocatorias autonómicas

El secretario de organización de Podemos, Alberto Rodríguez, con Pablo Iglesias en el Congreso en febrero

Zipi / EFE

Unidas Podemos vive un momento Macron: instalado en el Gobierno, con un marcado liderazgo del vicepresidente Pablo Iglesias y su equipo de ministros, la formación morada y sus confluencias vivieron hace siete días, en las elecciones gallegas y vascas, un momento muy similar al del presidente de la República Francesa pocos días antes, en la segunda vuelta de las municipales francesas: todo el poder ejecutivo no sirve para penetrar lo local. El comportamiento de la lista morada en Euskadi fue similar al rendimiento en las elecciones autonómicas y municipales de mayo del 2019, y el de Galicia fue aún ­peor. Todo lo peor que podía ser.

La ejecutiva morada del viernes pasado –consejo de coordinación– no llegó a ninguna conclusión sorprendente sobre lo ocurrido, pero se bastó para constatar lo obvio, lo que saben desde hace un año: la resiliencia de los morados en las dos convocatorias de elecciones generales del 2019, casi pensadas para hacerlos desaparecer, y el éxito aledaño, más increíble aún, de entrar en el Gobierno, no tienen correlato autonómico, un marco en el que los morados se desangran.

El hundimiento de las mareas –tras la ruptura con el propietario de la marca En Marea, Luis Villares, que acabó presentando una lista contra Podemos que arrastró en su fracaso a los de Antón Gómez-Reino– es el caso más espectacular de un fenómeno generalizado: el espacio abierto por Podemos a la izquierda del PSOE hace seis años aún existe, pero ya no lo rentabilizan las huestes moradas, sino los renovados partidos de la ­izquierda soberanista, que han remozado su mensaje y sus maneras, en parte, influidos por la irrupción de Podemos. No es baladí considerar que uno de los primeros veteranos de la política que cayó embe­lesado por la irrupción de Pablo Iglesias fue el viejo Gandalf del nacionalismo marxista gallego: Xosé Manuel Beiras, fundador del BNG.

La primera en reaccionar a la irrupción del fenómeno morado fue Esquerra Republicana. La aparición del fenómeno Podemos-comunes –primera fuerza en Catalunya en las generales del 2015– fue de inmediato contestada con la introducción de Gabriel Rufián como número dos de su lista para las generales, un político que, según él mismo ha explicado muchas veces, si en vez de nacer en Santa Coloma hubiese nacido en Carabanchel, militaría sin dudarlo en Podemos.

La puesta al día de EH-Bildu y del BNG, que los ha llevado a convertirse en principal alternativa al poder conservador moderantista hegemónico en Euskadi y Galicia, y la incapacidad del PSOE para ocupar ese espacio revelan que los morados no devuelven voto al bipartidismo ni se achica el nuevo espacio, sino que, en mitad de luchas intestinas, son fuerzas más veteranas y con mejor asentamiento en su territorio las que absorben ese voto.

España es cada día menos jacobina, y la corte política madrileña y sus gritos quedan cada convocatoria electoral, un poco más lejos de todo lo demás. La combinación de un diseño confederal y la dependencia del tirón electoral de Iglesias crea un modelo político un tanto esquizoide, de fuerte tensión centrífuga, de la que los beneficiarios han sido preexistentes partidos del territorio. No se le escapa a nadie que Compromís –tras el traspiés de su errónea apuesta por el cismático Más País en el 2019–, se frota las manos pensando en absorber el espacio morado.

En Podemos, desde el 2016, hay voces que reclaman que la vocación de “máquina de guerra electoral” con la que se fundó debe dar paso a una paciente construcción de partido que capilarizase la sociedad española. La más autorizada e insistente de esas voces es la de Juan Carlos Monedero, el profesor Keating de Podemos –si el partido fuese El club de los poetas muertos –, que mañana empieza su desempeño como tutor del think tank del partido, el Instituto 25-M, que aspira a convertirse en la FAES de la izquierda, es decir, un laboratorio de ideas con vocación de construir discurso y pensar políticas para el futuro.

En todo caso, el encargado de la tarea principal es el secretario de organización, Alberto Rodríguez, que en la reciente asamblea de Podemos presentó el documento que debe guiar la añorada implantación territorial. La fórmula puede funcionar o no – crear partido es un mantra unánime, pero la respuesta a cómo hacerlo sigue siendo un arcano–, pero al menos descansa en un diagnóstico realista de lo que ha ocurrido en el último lustro.

La generación fundadora de Podemos, crecida durante las décadas de hegemonía neoliberal, tendrá todas gastadas las lecturas de Marx, Engels, Lukács, Gramsci, Foucault, Lakoff y Bordieu, pero padece la ansiedad individualista del emprendedor de start-up : las peleas cainitas en los territorios han sido similares a la que provocó el cisma entre pablistas y errejonistas, y por más que luego sean adornadas de racionalizaciones disidentes en estrategias y tácticas, todas ellas sin excepción descansan en las frustraciones personales de quienes esperaban un trozo de la tarta accionarial de Apple por haber estado en el garaje en el que se soñó el Macintosh.

Dicho de otro modo, Podemos era lo mejor que les había ocurrido en su vida, y una votación perdida desencadenaba en cisma y una voz crítica que, sin excepción, se sentaba al lado del teléfono esperando la llamada de la prensa para poder despacharse contra la dirección, territorial o estatal. Rodríguez está empeñado en crear dinámicas de participación menos competitivas, que no se diriman con vencedores o vencidos, y que militar en Podemos sea una actividad más amable.

El impulso de una organización juvenil autónoma llamada Rebeldía o la creación de una escuela popular es otra de las apuestas para rectificar el rumbo y crear cuadros políticos menos dados al berrinche y más habituados a la transitividad veleidosa de la política. Casi en cada municipio se repitió el fenómeno: la escasa generosidad de los ganadores y disciplina de los perdedores convirtió en pocos meses a Podemos en una centrifugadora de talento, al punto de que hoy los morados tienen la base más amplia de la política española en forma de “inscritos” –muy activos en votaciones virtuales– y una grave escasez de “militantes" que participen en la vida política de la formación. En los actos de Podemos cuesta creer que hace nada fuera el partido más joven del panorama español, pues hoy es difícil ver a alguien sin canas. Notable paradoja, pues la composición demográfica de sus votantes es justo la contraria.

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