Javier Gomá: “La mentira tiene hoy las patas demasiado cortas”
Política y formas
“Estando en campaña permanente, el doble lenguaje de la política se hace insoportable”, asegura el filósofo bilbaíno
Considerado uno de los filósofos más relevantes del presente español, Javier Gomá (Bilbao, 1965), que estos días publica su ensayo Dignidad (Galaxia Gutemberg), tiene una prolija obra donde entre otros conceptos recupera para la filosofía la ejemplaridad pública y cuyo conjunto compone una mirada serena y optimista sobre los progresos de la dignidad humana y la ciudadanía. Hablamos con él sobre la coyuntura de bloqueo político y los riesgos que comporta la crisis institucional de las democracias occidentales.
¿Cree que este bloqueo es un síntoma de inmadurez política?
El concepto madurez tiene sentido contrapuesto a otros países, y no estoy seguro que otros países pueda presumir hoy de madurez como para servirnos de marco.
¿Entonces no le produce especial congoja la situación?
Como sabe, soy un escritor del ideal, un filósofo bastante a contracorriente. Pero eso no significa que confunda el plano de lo ideal con lo real. El ideal es una propuesta de perfección y la realidad es contingente, cambiante e imperfecta. Esa realidad la asumo así de antemano.
Explíquese.
Si me pregunta cuál es la ley de la empresa le diré que es el lucro infinito, y los empresarios tenderán a ello por todos los medios. La ley de la política es la que señaló Max Weber: obtener obediencia, obtener el poder. Los políticos tenderán a obtener el poder y obediencia por todos los medios. La función de la ciudadanía ilustrada, que es el principal contrapoder que existe, es que ambos, empresarios y políticos, lo obtengan pero no por todos los medios. Si asumimos esta ley, que es tan válida como la ley de la gravedad, no nos frustraremos, pues la función de una ciudadanía ilustrada es sujetarlos a unas reglas que se expresan en el interés general. En ese marco, que Pedro Sánchez busque la reelección o que Podemos se frustre, es todo un lenguaje electoral.
Doble lenguaje.
Que los políticos, en una sociedad democrática, abierta y plural, tengan que simular o asumir el lenguaje de la mayoría ilustrada no me sorprende. El cometido de la ciudadanía es desenmascarar ese doble lenguaje. Esa tensión es la ley de la política. Y tampoco me sorprende que la sociedad se escandalice y los desenmascare. Esas reglas que impone la ciudadanía tienen que respetarlas por lo menos aparentemente, porque si no su objetivo quedaría frustrado. Desde Pericles hasta Pedro Sánchez, la ley de la política es la que le digo.
Quizá la desafección tiene que ver con la impudicia, la transparencia del enmascaramiento en estos tiempos de ágoras digitales. Las afirmaciones solemnes que se contradicen con las solemnidades de ayer, las mentiras flagrantes...
Lo más fastidioso de esta época es que ese doble lenguaje tiene las patas demasiado cortas. Además, antes ese doble lenguaje podía terminar cuando alguien tenía mayoría suficiente para gobernar. Al gobernar uno puede hacer cosas, y ese doble lenguaje, lo que se dice y lo que se hace, se unifica, aunque tenga sus errores y sus resistencias. Cuando la gobernabilidad se hace tan difícil y el proceso electoral es permanente, los candidatos incorporan ese lenguaje del interés general, que no tiene otra finalidad que la obtención del poder, y es cuando el doble lenguaje se hace más doloroso. Es entonces cuando la opinión pública ilustrada más se escandaliza y más denuncia. Pero además el proceso de desenmascaramiento se complica con los mensajes dirigidos a los fieles, un tercer lenguaje que produce mensajes que nos parecen estupideces, pero se debe a que no van dirigidos a nosotros.
¿Cuál cree que es el riesgo que supone esa interacción entre la transparencia de la mentira y el bloqueo político?
Cuando escribí Ejemplaridad pública pensaba que, en el balance entre libertad e igualdad que exponía Alexis de Tocqueville, el riesgo fuera un exceso de la primera, es decir, un exceso de individualismo. Ahora pienso que existe el riesgo de una sociedad próspera que acepte formas nuevas de totalitarismo, aunque sigan llevando el nombre de democracia. Me preocupa qué ocurriría si una ciudadanía aceptase una cierta renuncia a su libertad a cambio de seguridad, bienestar y nivel de vida. Creo que este riesgo es real.
Pero usted es un declarado optimista.
Sí, pero siempre he sostenido que no hay conquista humana que no sea contingente, provisional y reversible. Las sociedades civilizadas somos un castillo de naipes sobre arenas movedizas. Creo que la prosperidad, el aumento de la dignidad, hace que aumente la indignación, la tristeza. Eso significa que también hemos avanzado más que nunca pero el descontento cunde. Eso se combina con el gran riesgo de todas las democracias consolidadas y rutinizadas, que es el tedio, el aburrimiento. Somos sociedades que han renunciado a la épica, a la escatología. No soy pesimista, pero estoy alerta porque pienso que corremos el riesgo de enamorarnos de las cadenas.
¿No somos mejores que nuestros gobernantes?
Es que los gobernantes siguen sus reglas. Es como esperar de un partido de Wimbledom que los jugadores se comporten como en un partido exhibición: En la red, se la tiras al otro al cuerpo para ganar el punto y luego pides perdón. No ignoremos que la ley de la política es esa. Aunque venga un ángel seráfico, si quiere prosperar en esa competición a vida o muerte tiene que seguir sus reglas. Pero esta ley de política a lo mejor se modifica.
¿En qué sentido?
Durante milenios la virtud estuvo asociada a la violencia, a la virilidad probada en el combate. Ser virtuoso era ser triunfante en la batalla. Se admitía la venganza privada, el duelo... Y de pronto Occidente fue capaz de algo inaudito, el Estado de derecho: matan a mi hija y voy con un papelito al registro del juzgado. Eso es un prodigio. Desde entonces se ha entronizado la paz. Esto sugiere que a lo mejor algún día, las leyes de la política pueden modificarse de nuevo para bien.