* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
La Constitución Política de un país no es solo un conjunto de normas jurídicas; es el reflejo del pacto social que define los límites y alcances del poder político. En Nicaragua, este contrato ha sido sometido a una profunda distorsión que trasciende el marco de una simple reforma. Bajo el régimen de Daniel Ortega, el texto constitucional ha sido transformado en un instrumento de legitimación autoritaria.
Calificada como una “reforma parcial”, lo aprobado por la Asamblea nicaragüense constituye, en esencia, una nueva Constitución. Con la derogación de 38 artículos y la modificación de 143 de los 198 existentes, no se trata de ajustes puntuales, sino de una refundación total del Estado. Este procedimiento es contrario a lo estipulado por la legislación nicaragüense que exige una Asamblea Constituyente para tales transformaciones.
Esta maniobra jurídica no sólo redefine la organización del Estado, sino que altera el espíritu de la Constitución, sustituyendo principios democráticos por mecanismos de control absoluto.
Copresidencia y Sucesión
Uno de los cambios más controvertidos es la creación de la figura de “copresidentes”. Esta modificación, diseñada a la medida de las ambiciones de Rosario Murillo, convierte a la Presidencia de la República en un órgano compartido entre un hombre y una mujer elegidos en fórmula.
Con ello, se busca garantizar la permanencia del poder dentro de la familia Ortega-Murillo, consolidando una sucesión dinástica que incluso contempla la posibilidad de que los hijos del matrimonio ocupen posiciones de liderazgo bajo un modelo de vicepresidencias ilimitadas.
Se busca garantizar la permanencia del poder dentro de la familia Ortega-Murillo, consolidando una sucesión dinástica
Esta estructura no sólo es “ajena” en los sistema políticos, sino que erosiona la esencia misma de la democracia representativa, reduciéndose a un teatro para perpetuar un régimen con tintes del estilo Norcoreano.
Autocracia disfrazada de Constitucionalismo
El proyecto de reforma profundiza la centralización del poder mediante el artículo 132, que otorga a la Presidencia el control sobre todos los órganos del Estado, incluyendo el legislativo, judicial y electoral.
Este proyecto destruye la separación de poderes, uno de los pilares fundamentales de un Estado Moderno, y otorga un poder omnímodo que contradice la esencia republicana de la Constitución original.
Paramilitares y apatridia
La reforma constitucional incluye disposiciones que institucionalizan la represión. La integración de los grupos paramilitares bajo el nombre de “Policía Voluntaria”—muy parecida a la FANB en Venezuela— legitima a quienes perpetraron actos violentos contra la población durante las protestas de 2018, responsables de al menos 355 asesinatos según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Este acto representa una grave violación de las normas internacionales sobre el uso legítimo de la fuerza.
Por otra parte, el artículo 17 introduce la apatridia como castigo a quienes sean considerados “traidores a la patria”. Este concepto, usado arbitrariamente contra opositores políticos, contradice el derecho internacional, particularmente el artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y las convenciones contra la apatridia.
El artículo 17 introduce la apatridia como castigo a quienes sean considerados “traidores a la patria”
Símbolos patrios
La manipulación de los símbolos nacionales también es parte de esta reestructuración. La bandera rojinegra del Frente Sandinista, partido oficialista, es ahora un símbolo patrio, mientras que el preámbulo de la Constitución ensalza figuras como Hugo Chávez.
Estas medidas buscan consolidar una narrativa que asocia el patriotismo con la lealtad al régimen, excluyendo a quienes disienten.
Iglesia y libertad de prensa
La reforma introduce restricciones a las organizaciones religiosas, particularmente a la Iglesia Católica, prohibiendo actividades que, según el régimen, “atenten contra el orden público”. Esto ocurre en un contexto de hostilidad que ha incluido la expulsión de religiosos y la apropiación de bienes eclesiásticos.
La reforma también apunta al periodismo independiente, otorgando al Estado el control sobre los medios bajo la excusa de combatir fake news, una táctica que ya ha llevado al encarcelamiento de muchos periodistas.
La historia constitucional de América Latina ha demostrado que las estructuras jurídicas no son inmunes a los abusos de poder. En el caso nicaragüense, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha reescrito las reglas del juego democrático, erosionando derechos fundamentales y reemplazándolos con un marco diseñado para garantizar la perpetuidad de su dominio.
Lo que estamos presenciando no es una simple anomalía, sino una advertencia: el autoritarismo busca disfrazarse de la ley cuando la democracia pierde fuerza.
La historia constitucional de América Latina ha demostrado que las estructuras jurídicas no son inmunes a los abusos
Frente a este panorama, la comunidad internacional tiene la responsabilidad de actuar como garante de los principios democráticos universales. No basta con condenar; es necesario ejercer una presión articulada, sostenida y efectiva que recuerde a los regímenes autoritarios que el aislamiento no es solo político, sino ético.
Las instituciones regionales, desde la Organización de los Estados Americanos hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, deben ser activadas con vigor renovado para proteger el tejido democrático que tantos gobiernos autoritarios han dañado.
Nicaragua también nos recuerda una lección fundamental: la democracia no es un estado permanente, sino un proceso que requiere vigilancia constante y participación activa.
Las generaciones futuras juzgarán a quienes en este momento opten por el silencio o la inacción. En ese sentido, el compromiso con los derechos humanos y la justicia debe ser el norte de toda acción política.
Este episodio es una oportunidad para que los pueblos de la región reflexionen sobre la importancia de fortalecer sus democracias desde abajo, promoviendo instituciones sólidas, participación popular y una ciudadanía crítica. Si algo han demostrado los pueblos que viven dictaduras es que incluso en los momentos más oscuros, la llama de la libertad sigue viva.