* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Baña sus rodillas en un verdoso Mar Báltico, y este punto del planeta, ha supuesto para mí una revelación, que paso a tratar de compartir contigo a través de estas fotografías y líneas.
Cómodo y corto vuelo desde Bilbao, al igual que el trayecto desde el aeropuerto al centro, en autobús y por poco más de un euro.
Mochila y deportivas para recorrer una ciudad de cuento y para contar, cuando el turismo de masas hace mella en muchas partes del mundo. Pero aquí no llega.
En Tallin tan solo me llega, mientras asciendo la colina dirección a la muralla, la brisa de los árboles, el trinar de los pájaros y un sentimiento de recuperación de la niñez. Porque ante las estampas que se van sucediendo, parece me introduzco en una fantasía de Christian Andersen o similar.
Apenas me cruzo con dos lugareños y a lo lejos oteo otros dos turistas. Lo cierto es que no reparo en ellos, porque la vista me obliga a quedarme pasmada en otros fotogramas de ensueño. Ante tamaño y bien conservado castillo, torreones con picudos cucuruchos rojos, miradores de postal, fachada de catedral de Alejandro Nevski, y un sinfín de callecitas adoquinadas, plagadas de colores, arquitectura y sonido medieval. Por derecho propio, este casco antiguo, es Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1997.
Me sumerjo en él y me pierdo.
Puedes permanecer en este micro mundo el tiempo que desees. Rincones, tiendas, puestecitos, restaurantes; todo preparado para el turista, pero sin perder un ápice de tradición y belleza, que a menudo roza la exquisitez.
Yo me detengo más de la cuenta en la espectacular plaza, con bancos de madera y florecitas y en los que puedes sestear cual lagartija mirando hacia el sol. Y en la farmacia en funcionamiento más antigua de Europa, entre frascos y ungüentos medicinales.
Para cuando termines, creerás que ya lo has visto todo, pero de eso ni hablar.
Te invito a que des un paseo por los bosques aledaños, con casonas espectaculares, y más espectaculares todavía, jardines con palacios de estilo ruso, hasta llegar, por una idílica carretera, rozando con la yema de los dedos el mar, a la casi vacía playa de Pirita. Merecido baño y merecida restauración, en una terraza con vistas al horizonte infinito.
Poca apetencia para volver andando, así que me decanto por el autobús, en una ciudad segura y tranquila, en donde el transporte público y alquiler de bicis y patinetes, funciona a las mil maravillas. Descanso, socializando, en el lobby de mi alojamiento, cadena hotelera de concepto futurista, por tipo de inmueble y servicios.
Repuesta de fuerzas y con ganas de mayores descubrimientos, me acerco con otro paseo a la zona alternativa de Tallin. Me sorprende y me envuelve, aunque de otra manera.
Mercado “pretty” con productos locales, canchas de paddle y mesas de Ping Pong públicas, repletas de adeptos y sin ningún tipo de desperfecto, en una ciudad que considero es cuidada y genera sentimiento de orgullo para los locales.
Reutilización y reconversión de naves y elementos de procesos productivos en épocas anteriores y a la perfección. Saben utilizarlo todo y disfrutarlo todo, crear ambientes y sacarles chispas. Lo cierto es que no desperdician nada y se merecen un reconocimiento por ello.
Es muy agradable pasar la tarde paladeando una exposición de Bansky, tomando una cerveza en un vagón, que ahora varado, calma la sed y los estómagos hambrientos; o haciendo equilibrios en una cuerda, que forma parte de un reciclado parque de juegos para niños y no tan niños.
El ocaso aparece en lo alto y tras las cúpulas, nocturno y sin miedo es mi paseo de regreso.
A la mañana siguiente me esperan nuevas aventuras y nuevo paseo. Esta vez hasta el puerto, previa parada en un novísimo centro comercial, que contiene un supermercado en el que lleno un bol de alimentos variados y frescos, para abordar la travesía.
Por menos de quince euros el kilo, porque alimentan al peso, te surtes en un buffet de todo lo necesario. Y es que anticipo que hacerlo en el ferry, y como suele ser habitual, me supondrá más costo.
Antes de entrar en la terminal, merodeo por los alrededores en remodelación. Porque es también una zona emergente y en expansión. Con edificaciones estéticas y sostenibles; y que cuenta con amplísimos espacios para el peatón. Todo pensado y bien planificado. Muy pocos coches, mucho que aprender.
Y ya me encuentro frente al cristal panorámico, observando cómo el buque gigantesco que me trasladará, cual Gargantua inverso, ingiere camiones cargados y de gran tonelaje. Por veintidós euros el precio y dos horas de trayecto, el tiempo de mi reloj.
Continua el sol y los azules ya encubierta, y las ventosas que sirven para mantener al barco adosado a puerto, dejan de funcionar. Sale el humo por las chimeneas y lentamente vira.
Y viro con él, dispuesta cual bucanera, a surcar este emplatado mar.