El inconfesable secreto de Fermín
Las Fotos de los Lectores
Una romántica historia de amor como telón de fondo permite conocer parte de Canadá a través de una ruta por las atractivas ciudades de Otawa, Montreal y Quebec
“No había una Notre Dame más bella”; pensaba Fermín mientras su retablo admiraba. Muchas la emulaban, pero la de Montreal era exquisita.
Nada en la plaza exterior ni en los monumentos que la rodeaban, presagiaban que fuera a descubrir semejante tesoro.
Poco tiempo estaría en el país. Tres ciudades, tres días y tres reuniones. Que podía haber solucionado sin moverse de su despacho. Pero así nunca la encontraría.
Muchos años habían transcurrido desde su sueño, más parecido a una premonición.
Aquella mujer de hermosura infinita y su caricia, la carta que él le escribía.
Las aguas que discurrían y todo lo envolvían. Un escalofrío seguido de una decisión: la buscaría.
Y lo seguía haciendo, recordaba; mientras entraba en el lobby de su imponente hotel, presidido por una Audrey Hepburn de insolente mirada.
“Es mucho más guapa tú”, le dijo por lo bajines, apretado por el cansancio y la frustración. Tal vez también, por su pronóstico de una noche hueca, prolongada y solitaria.
Los otoñales colores del nuevo día le animaron, mientras deambulaba por las calles colindantes repletas de universitarios y de arte.
Pero fue el irrepetible Leonard Cohen, quien le dio el espaldarazo que necesitaba. Antes de poner rumbo a Otawa; donde le esperaban.
Confortable el viaje e interminable la reunión, tras lo cual pudo quedarse solo y acercarse esperanzado a la ribera, con nombre que repetía al de la ciudad.
Poética a más no poder, de impresionante parlamento en la colina.
Pero tampoco era allí, tampoco ella estaba. Tras mucho patear y más penar, Fermín se sentaba a descansar frente a la Galería Nacional, y a su gran araña.
Haría un último y desesperado intento, para volver atravesando el parque, al canal y a sus recovecos.
Pero aunque la belleza del conjunto era estratosférica, no la disfrutaba porque no la encontraba”
Pocos lugares del mundo le quedaban, reflexionaba; mientras derrotado en el asiento de atrás, se palpaba en el bolsillo aquella botellita de minibar. Que antaño contuvo whisky del bueno y que vació tras su sueño, para volver a llenar con un verso.
“Mi eternidad está en tus manos, toda la vida te estaré esperando”.
Pero toda la vida se le estaba pasando y ni siquiera había hallado el lugar donde depositar su botellita.
Tal vez en aquel segundo día fuera, y tras una noche insomne de luna llena sucediera. Quizá de camino a Quebec, se le apareciera.
De pie, en el estruendoso puente, con vistas vertiginosas a turbulentas y peligrosas aguas, supo descorazonado que allí tampoco habría de lograrlo.
El diablo enredó más de la cuenta y por un momento pensó en formar parte del torrente que se precipitaba al vacío.
Pero su amor fue mayor y decidió llegar hasta el castillo, convertido en fastuoso hotel. No tenía princesa; sólo salones con sillones, lamparones y tediosas gentes en aburridas reuniones.
Con la libertad de transitar por las callecitas mágicas de la ciudad, adquirió nuevos bríos. Y hasta favorables presagios, que se vinieron abajo como la inocencia de los niños cuando ya no existen los “ratoncitos”.
Y es que en ninguno de los remansos del río, el rostro de su amada se dibujaba”
No quiso que sus lágrimas aumentaran el caudal, así que abrió por la mitad su pañuelo, en el que estaba grabada la inicial de desconsuelo.
Más triste incluso se sentía, que aquel payaso desinflado entre dos edificios emparedado.
El pañuelo, que ya no le servía cuando rehacía la maleta para volver. A ninguna parte. Al inicio de un círculo, por el que llevaba toda su vida arrastrando los zapatos. Porque aunque todo lo tenía, sin su amor nada era.
La calefacción de la habitación le abrasaba la piel. Así que se colocó el abrigo para descender a la Montreal más tradicional. Que también era la más descuidada.
Para acompañar al atardecer entre restos de un parque de atracciones, tan abandonado como él.
Un parking vacío, un banco desconchado y un barco que se alejaba. Una botellita que entre las manos frotaba, mientras una paloma a su lado se posaba y su pata le mostraba.
Al instante lo supo; lo comprendió. No debía de lanzar la botellita a ningún mar ni en ningún río, sino dejar al ave que volara y en las patas su mensaje se llevara. Henchido de ilusión así lo hizo.
Y no quiso moverse de allí aunque llegara la oscuridad y el frío más frío. Aunque perdiera el avión y le despidieran. Aunque se secaran las plantas. Aunque la arena del reloj se consumiera.
Hoy he visto a Fermín con pelo canoso y barba larga. Abrigo a jirones y periódicos a montones, en el mismo banco con más desconchones; mientras acostado reposaba.
Con paz de otro planeta puesta llevaba una inalcanzable sonrisa, que de oreja a oreja le cruzaba la cara.
Y es que Fermín no se había equivocado. Su amada, ángel celeste, al fin ha regresado.
El primer beso que ambos se han dado ha sido tan dulce y eterno, que como indeleble tatuaje se le ha quedado por siempre jamás; pegado a los labios.
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