Cuando mi generación de cincuentones casi sesenteros éramos niños veíamos mucha tele y mucho deporte. El tenis era esencial. Santana y Orantes eran mitos de un pasado reciente. Steffi Graf, Navratilova, Seles, Sabatini y Arantxa Sánchez Vicario nos hacían soñar. Connors, Vilas, McEnroe, Becker o Borg jugaban magistralmente en partidos eternos, disputados y discutidos. Entonces llegó Nadal. Un huracán, quizás el mejor deportista de las primeras dos décadas de este siglo XXI, y, sin duda, aún mejor persona dentro y fuera de las canchas.
Las lesiones se han cebado con él, pero se acostumbró a superarlas y volver con más ganas de triunfar. Sería un broche de oro a una carrera mítica que se retirara en el Olimpo de París con una medalla de oro colgada en el pecho y teniendo como compañero a su heredero Alcaraz, quien, destinado a superarle y también con cualidades humanas excepcionales, no se considera a sí mismo, todavía, entre los grandes.
Luis Peraza Parga
San Diego