* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
A Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu (1689 - 1755), se le considera el precursor de la sociología, así como un importante político e historiador que, aún a día de hoy, influye con sus teorías en los debates políticos.
Artistóteles ya presentó -por primera vez- el concepto de separación de los poderes –en contra de la creencia popular y de algunos profesionales. Y Montesquieu, en su obra Del Espíritu de las Leyes dice que la libertad solo existe cuando los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, en un sistema moderado de gobierno, están estrictamente separados, los unos de los otros. De lo contrario, amenaza el poder de un déspota. Y para evitar esa situación, se trata de que el poder ponga límites al poder.
En el estado de naturaleza todos los hombres nacen iguales, pero no pueden continuar en esta igualdad. La propia sociedad les hace perderla. Y solo la pueden recuperar mediante la protección de la propia ley.
Desde finales del siglo XVII no paraban de llegar noticias desde Inglaterra, ciertamente inquietantes. Y, sorprendentes, a la vez. Aquel país, la Gran Bretaña, se había vuelto grande gracias al comercio con el lejano este, la India, y, como consecuencia, nace una próspera clase media que, poco a poco, fue endureciendo sus críticas a su forma de Estado, el Absolutismo, así como a la Iglesia, que continuaba reclamando estar en posesión de la única verdad.
Y desde Inglaterra llegaría un movimiento –lo llamaron la Ilustración– que lo cambiaría todo
Y también llegaría la Teoría del Estado del francés Jean Jaques Rousseau, que se basa en un acuerdo entre los hombres, reconociendo al pueblo el Derecho Soberano.
La obra Nathaniel, el Sabio, del filósofo alemán E. Lessing, se convertiría en un auténtico bestseller del aquel entonces, así como sería el paso previo a la tolerancia, la libertad religiosa.
Sí, grandes cambios se avecinaban, pues Copernicus, Kepler, Newton y Galileo, con sus importantes y decisivos descubrimientos, ocasionarían un auténtico desequilibrio en la tradicional forma de pensar y creer.
Y el punto culminante de esos movimientos, llamados la Ilustración, serían la Declaración de Independencia de EE.UU en 1787, seguido por la Revolución Francesa en 1789.
Luis XIV, el llamado Rey Sol, ya llevaba 47 años en el trono -y viviría otros 26– cuando comienzan a aparecer las primeras sombras de la bancarrota del Estado francés, bajo su primer ministro Colbert que, con mano dura, llevaría el llamado Mercantilismo hasta sus últimas consecuencias: Nada se importa de otros países, todo se produce en el propio país y… se exporta.
Y es en estos momentos históricos cuando, en enero del año 1689, nace en el castillo de La Brède, cerca de Bordeaux, un tal Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y Barón de Montesquieu, en el seno de una familia, perteneciente a la alta nobleza judicial francesa.
No se sabe la fecha exacta de su nacimiento, pero sí la de su bautizo, el 18 enero 1689, para el que los padres, Jaques de Secondat y Marie François de Pesnel, eligieron a un mendigo, para que fuese el padrino, con la intención de que el niño no olvidara nunca que los pobres también eran sus hermanos.
El pequeño pasa la primera infancia en el castillo La Brède, que había aportado al matrimonio su madre, como dote. El padre pertenecía a una familia de la alta nobleza empobrecida, protestante, bajo Henry IV, pero que había regresado al seno de la Iglesia Católica que le compensó por este "acto de arrepentimiento", con el cargo de Juez de Primera Instancia en el Parlamento de Bordeaux.
A los 7 años, el pequeño, cuya educación comienza en el mismo castillo paterno, queda huérfano de madre, que fallece en el nacimiento de su hermana, y él continua sus estudios en un internado de frailes, cerca de París, conocido por sus enseñanzas cuasi libertarias, donde, tras adquirir amplios conocimientos del latín, matemáticas e historia, se "estrenará" como escritor, con un pequeño drama histórico. Y en los siguientes 3 años, de 1705 a 1708, estudia Derecho en la facultad de Bordeaux.
Tras adquirir el título de abogado, un tío suyo le transfiere, además, el título de Barón.
Regresa a París donde conoce a un grupo de intelectuales, y el joven comienza a llevar una especie de diario que contiene sus pensamientos y reflexiones.
Su tío también le busca esposa, una hugenote que aportará 100.000 francos de dote al matrimonio en 1715. No tardarán en nace, primero dos varones, y luego una niña que a Montesquieu, en su vejez, ya casi ciego, le hará de "secretaria".
Montesquieu es un alma inquieta y, aparte de sus frecuentes viajes y su actividad como juez, tras la muerte de Luis XIV en 1715, redacta un Memorandum económico sobre las Deudas del Estado, dirigido a Felipe de Orleans, nombrado regente hasta la mayoría de edad de Luis XV.
La fama le llegaría al joven Montesquieu en 1721, con una novela que -de entrada- se publica en Ámsterdam, aunque, al igual que en Francia, también allí, no tardaría en ser prohibida.
Su título, Las Cartas Persas, hoy día es considerada la clave que daría pie al movimiento llamado la Ilustración. Se trata de la correspondencia ficticia entre dos personajes, persas, Usbek y Rica, que en abril 1712 abandonan su ciudad natal y, finalmente, tras viajar por toda Europa entre los años 1712 y 1729, llegan a Francia, justo en el último año del reinado de Luis XIV.
Los dos, en sus cartas, comentan la situación política y religiosa en los distintos países, pero especialmente la de Francia
Ambos muestran su asombro, y no esconden su ironía a la hora de comentar las distintas situaciones políticas, de modo que hay una gran variedad de temas que Montesquieu plasma en estas cartas, acerca de la política, la religión, la iglesia, la esclavitud, la poligamia y la falta de derechos de las mujeres.
Trasfondo histórico
Desde 1714, Montesquieu es Consejero del Juzgado del Parlamento en Bordeaux; en 1716 se convierte en Presidente del Senado, y es durante este tiempo cuando escribe sus Cartas Persas.
Su publicación anónima en el país vecino, protestante, sirve para evitar que la censura actuara, y hasta su muerte nunca se publicó esta popularísima obra bajo su verdadero nombre.
La intención del autor era presentar a sus lectores las tradiciones y costumbres, así como las instituciones políticas y religiosas de su patria, Francia, pero visto desde la distancia, es decir, en ojos de un extranjero, comparando todo con lo de su propia patria.
Que Montesquieu eligiera Persia y un harén, se explica, entre otras cosas, por los informes de varios autores, de sus viajes al Oriente Próximo.
Montesquieu utilizó muchísimas fuentes, comenzando por la propia Biblia, hasta Cícero, y desde su primera publicación se convirtió en un enorme éxito, pues en vida del autor, se hicieron 40 ediciones.
La temida censura francesa había acabado ignorando Las Cartas Persas, y se publicaron con semejante éxito primero en Inglaterra, y también en Alemania donde, por cierto, sirvieron al rey Federico II, para escribir y publicar -bajo un nombre falso -, algo muy parecido: un viajero chino, acompañado por un jesuita, procedente de China, llegan a Roma, después de pasar por Constantinopla, y explica las costumbre, buenas y malas, reinantes en Europa, entrando detalladamente en los hábitos de la Iglesia Católica y de los judíos conversos. Estableció, asimismo, comparaciones entre una sociedad cristiana y otra impregnada por Confucio.
Tras haberse dado a conocer con sus Cartas Persas, Montesquieu comienza a pasar largas temporadas en París, en los círculos de la más alta e intelectual sociedad parisina, aunque no deja de visitar de vez en cuando a su familia en el castillo La Brède.
No tardaría en vender su cargo de Juez que no le gustaba ejercer, y en 1728 se convierte en miembro de la Academie Francaise y comienza un viaje de 3 años por varios países europeos: Italia, Alemania, Holanda y, sobre todo, Inglaterra, y en 1736 es nombrado en Westminster miembro de la famosa Logia Masónica Horn’s Tavern.
Pero la fama definitiva le llegaría con su obra más importante, sin lugar a dudas, el producto de 12 años de un minucioso trabajo, El espíritu de las leyes.
Para ser verdaderamente grande hay que estar con el pueblo, no por encima de él
En 1731 regresa a su castillo natal Le Bréde donde ya permanecerá allí la mayor parte de su tiempo. De mayor y casi ciego, solo quedaba su hija más pequeña, que le hacía las veces de secretaria.
Montesquieu, que había vivido el Absolutismo de la corte de ambos monarcas, Luis XIV y XV, que estaba conduciendo al país a la ruina, se convirtió en un declarado enemigo de dicha forma de Estado, pues lo comparaba con el despotismo de las cortes orientales.
Él no creía en una República – como sí, lo hiciera Rousseau, que dijo ser su alumno!- sino que él hablaba en su obra de "vivir - con medida - dentro de una república aristocrática, o bien, una monarquía moderada", tal como queda reflejado en el capítulo dedicado a la Constitución.
"Si en la misma persona o corporación, se juntan el poder legislativo y el ejecutivo, no existe la libertad. Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del poder legislativo y del poder ejecutivo", escribió.
Y, naturalmente también debió de enfrentarse a los ataques, provenientes del clero francés, al que respondió con su Defensa de El Espiritu de las Leyes. En vano. Un año más tarde, la obra ya aparecía en el famoso y temido Index (donde, por cierto, permaneció ¡hasta 1967!, año de la desaparición de dicha institución).
Pero, la Santa Iglesia llegó tarde, pues ya no hubo forma de parar el éxito grandioso de la obra
Y ese librito se convirtió en un texto básico para los Estados de Derecho europeos y norteamericanos. Montesquieu quiso contribuir a que los hombres desarrollaran una forma independiente, individual, de pensar, y liberar, así mismo, al hombre y al Estado, de una actitud servil hacia Dios, impuesta por la Santa Iglesia.
Él dejó muy claro que la política no sigue la voluntad divina, sino que está estrechamente relacionado con la situación histórica.
Pero el gran Montesquieu ya no pudo saborear los laureles de ese impresionante éxito, pues murió el 10 de febrero de 1755 de una simple gripe.
Así como es casi seguro que Adam Smith, el autor de la famosa obra La Riqueza de las Naciones, leyera o incluso se inspirara en la famosa obra de Bernard Mandeville La Fábula de las Abejas, parece ser que Montesquieu también llegara a leer esa fábula que no deja lugar a dudas sobre los dos tipos de Estado viables.
Había una colmena que se parecía a una sociedad humana, bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos ministros. Por descontado, tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena, y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible; en suma, cada profesión y cada estamento estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos prospera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública, y la felicidad publica causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no se necesitaban más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados, ni jueces. Las abejas que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, era general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: solo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal, un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios.
Y dijo Montesquieu: "Democracia y Aristocracia, por su propia naturaleza, no son formas de un estado libre. La libertad solo existe bajo un gobierno medido, pues la experiencia nos dice que cada hombre que posee el poder tiende a abusar del mismo, por lo que es necesario que sea el propio poder que ponga límites al poder. En cada estado hay tres poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. No puede existir la libertad, si estas tres entidades no están separadas, unas de las otras."