Algunos se acercan a la Unión Europea como quien se acerca al lecho de un moribundo, tratando de averiguar las causas de su inminente defunción; otros preparan ya la autopsia. Esas aproximaciones son cuando menos prematuras, porque Europa es más fuerte de lo que parece, y puede serlo más aún si quiere.

No prestemos demasiada atención a las comparaciones habituales en las que se basan diagnósticos y certificados de defunción. Los grandes números (PIB, global o per cápita, productividad o innovación, casi siempre tomando a EE.UU. como referencia) a veces se emplean mal; en el mejor de los casos, son indicadores demasiado toscos para dar una imagen adecuada de la fortaleza de una economía y, lo que es más importante, de la salud de una sociedad. A primera vista, EE.UU. y Europa son dos economías de mercado muy parecidas, pero bajo la superficie hay una profunda diferencia: en EE.UU., la sociedad está construida en torno al mercado, donde se dictan las reglas; en Europa, el mercado está construido dentro de la sociedad, en la que cuentan también criterios distintos al beneficio, aunque quizá cada vez menos. El resultado es que, con todas sus ineficiencias, lentitudes, duplicaciones y despilfarros, Europa tiene el mejor Estado de bienestar del mundo y la capacidad de aportar paz, progreso y solidaridad al conjunto de la humanidad. Pero, para ser un actor político pleno, Europa, encarnada hoy en la Unión Europea, adolece de una grave deficiencia: no tiene identidad. Hay europeístas y euroescépticos, pero muy pocos europeos. Para la mayoría, nuestra identidad sigue siendo la nacional.
El sentimiento de pertenencia a Europa es muy débil porque no se cultiva
Las raíces de Europa son cristianas: responden a tiempos en los que un nativo del valle de Aosta podía ser nombrado arzobispo de Canterbury, o un pastor de cabras occitano podía estudiar en Santa Maria de Ripoll para terminar como el papa del milenio. Fue Carlomagno quien creó Europa como actor político “para proteger al pueblo cristiano en momentos de grave peligro”. En ese primer milenio se hallan las raíces de la identidad europea. De un tronco común han brotado ramas en muchas direcciones, chocando a menudo unas con otras. El tronco mismo ha sufrido fracturas, como sucedió durante las guerras de religión o con la revolución rusa. Las historias europeas, escritas en el siglo XIX como panegíricos de los estados nación, cuyo germen le debemos a Richelieu, han magnificado enfrentamientos y han olvidado los periodos de convivencia pacífica y enriquecimiento mutuo entre los actuales estados, nacidos de un tronco común. Se trata no tanto de inventar la identidad europea como de recuperarla tras un olvido de siglos. “Todo ha ido a Europa –escribía Paul Valéry–, y todo ha venido de ella. O casi todo…”.
Sin europeos no habrá Europa. El recuerdo de la identidad común se ha perdido, el sentimiento de pertenencia a Europa es muy débil porque no se cultiva. Es cierto que las estructuras de la Unión Europea crujen por todos lados (no fueron creadas como estructuras de Estado), pero quienes desearían construir una gran Europa sobre las ruinas de la burocracia de Bruselas se equivocan, como se equivocan quienes creen que basta con una confederación, una “Europa de las patrias”, porque una confederación no podría sobrevivir en el mundo de hoy, donde rige la ley del más fuerte sin apenas disimulo.
¿Cómo crear europeos? Trabajando juntos. Ese es el sentido profundo de los informes Letta y Draghi. Todas sus propuestas exigen cooperación; todos los proyectos importantes son transfronterizos: desde la creación de un mercado de capitales hasta la construcción de redes de transporte de energía o la unificación del ferrocarril, todos nos obligan a trabajar con nuestros socios. Como ocurre con todo gran cambio, la transformación que iniciaremos creará ganadores y perdedores, pero con el trabajo en común irá naciendo la confianza, y de ella el concepto indispensable de bien común: un europeo aceptará una pérdida transitoria si piensa que es en beneficio de otros europeos. No perdamos mucho tiempo en discutir los objetivos lejanos de los informes, porque hablamos de un futuro desconocido, pero tengamos presente que los primeros pasos sugeridos son necesarios, y que el objetivo último es, en palabras de Draghi, preservar nuestros valores y nuestra sociedad del bienestar. Esa aportación de paz y justicia es la que el mundo necesita de Europa. Solo trabajando juntos aprenderemos a conocernos: los proyectos de Letta y Draghi serán nuestro Erasmus.
Y, gracias a ello, nosotros, los europeos de la Unión, conjuntamente con los demás europeos, podremos afirmar rotundamente nuestra soberanía y ejercer un papel moderador en un mundo que, sin duda, lo necesita más que antes.