Días atrás, el presidente francés, Emmanuel Macron, anunció la reforma del Museo del Louvre. Se adujeron razones de orden estructural, como que el acceso por la pirámide de vidrio diseñada por I.M. Pei y abierta en 1989 estaba concebido para soportar cuatro millones de visitas al año, y ya recibe nueve.
Pero una de las razones más divulgadas para justificar la operación ha sido la de gestionar mejor las aglomeraciones que se forman en la sala de los Estados para acercarse a la obra más famosa: la Mona Lisa ,pintada por Leonardo Da Vinci.

He dicho acercarse y no observar o analizar, porque para la mayoría de las 30.000 personas que pasan por la sala cada día el recuerdo de su experiencia se resume en esta imagen: docenas de cogotes de visitantes que sostienen un teléfono móvil, y, al fondo, lejos, la Mona Lisa tras un vidrio blindado. Ameniza dicho trance el personal de sala, cuya misión consiste en achuchar a la multitud, para que espabile, tome su foto y ceda paso a los que aguardan
turno.
De manera que plantarse ante esta obra el tiempo suficiente para comprobar si sigue despertando nuestras emociones es casi una quimera. El público lo sabe y, por lo general, se contenta con hacerse una selfie en la que el protagonista es el propio fotógrafo, y no La Gioconda, mero telón de fondo. Ya no se va a disfrutar del cuadro, sino a capturar una precaria reproducción de este, más o menos oculta tras la cara del turista, cuya mueca satisfecha se plasma por el contrario con toda precisión.
Mucho deberá esforzarse el proyectista del nuevo espacio para beneficiar de veras a los visitantes. Su número seguirá creciendo, al tiempo que seguirán rebajándose las expectativas de comunión con la obra. Porque la mayoría no va ya al museo para disfrutar de la contemplación artística: se contenta con lograr la prueba fotográfica de que estuvo en sus salas.
Se comprende que Macron, ya acabada la reconstrucción de Notre Dame, y con la popularidad en mínimos (21%), haya decidido abanderar ahora la reforma del Louvre. Pero, si no contribuye a revertir la progresiva degradación de la experiencia museística, el esfuerzo carecerá de pleno sentido.