Esta semana que comenzó con la asunción de Donald Trump de su segunda presidencia empieza un tiempo que debería ser nuevo, pero que en su esencia es antiguo, un tiempo que trae recuerdos y aromas de los años treinta del siglo XX. Eso ya se ha dicho hasta el aburrimiento, pero ya sabemos que la historia no se repite exactamente, aunque a veces rime.
No hay demasiados motivos para el optimismo, eso es evidente. Y Europa, la Unión Europea, parece llamada a un periodo de debilidad que, paradójicamente, podría hacernos más fuertes. Aunque para ello se necesitaría más voluntad política y rebajar los egoísmos y cautelas nacionales. Tal vez lo mejor del segundo mandato de Trump para los europeos sea que por fin se nos obligue a reaccionar.
Veremos qué pasa con las elecciones en Francia y Alemania, y con las relaciones de Meloni y Orbán con Trump
Cambio climático, desigualdad creciente, baja demografía y una sociedad del bienestar de improbable continuidad son solo algunos de nuestros males en esta parte envejecida y tan acostumbrada a vivir bien del planeta. Y faltan, me parece otra obviedad, liderazgo y capacidad para proyectar el futuro. Las diversas derechas nacionalistas crecen y se preparan para una internacional reaccionaria que luce además la bandera de la revolución tecnológica. Y puedo entender perfectamente a tantos empresarios que creen que las regulaciones y la burocracia de Europa son un lastre para el desarrollo, pero soy de los que piensan –tal vez hay en mí un desenfrenado optimista– que si las regulaciones son pocas, sensatas y claras, pueden llegar a ser incluso una ventaja competitiva en este mundo que se nos viene encima.
¿Por qué tanta gente de tantos lugares diversos quiere vivir en Barcelona o en Madrid? ¿Solo por el clima? ¿Y no por nuestra forma de vivir, moldeada por la herencia de nuestro pasado, pero que conserva pilares sociales como una sanidad pública universal y de calidad?
Europa, esta Europa donde no es fácil ser un megamultimillonario, es la misma que nos abrasa a impuestos, pero donde a cambio se vive en una más que confortable clase media muy extensa y generalizada. Y aunque el ascensor social lleve tiempo renqueante y casi averiado, aún es uno de los mejores lugares del mundo para vivir. Es más, creo que, como pasa con la democracia, Europa es el menos malo de los lugares para nacer y pasar la vida.
Veremos qué pasa, en este nuevo tiempo antiguo que acabamos de estrenar, con las elecciones en Francia y Alemania, como habrá que ver cómo siguen las relaciones de Meloni y Orbán con Trump y Musk. España puede ejercer un papel significativo pese al probable aislamiento en el que puede quedar Pedro Sánchez. De nuevo, una aparente debilidad puede convertirse en una fortaleza. Porque las voces que defienden lo que entendemos como socialdemocracia se están debilitando en todo el Viejo Continente. Y ahí, y en la tarea de puente con América Latina, nuestro país tiene una oportunidad clara, que hay que saber jugar con astucia y ambición.
El Partido Popular hace ya un tiempo que apuesta sobre seguro y con las cartas marcadas y ha aceptado a Santiago Abascal in pectore como futuro vicepresidente del gobierno. Vamos hacia donde vamos, pero el rumbo todavía no es irreversible, aunque semana tras semana parezca cada vez más marcado.
La inteligencia artificial y sus amos despiertan, junto con la rampante desinformación, un miedo que es ya terror, pero creer que las neomáquinas eliminarán nuestra memoria y nos harán más vulnerables y estúpidos recuerda también a aquel fragmento del Fedro platónico en el que se denigra la escritura y el faraón reprende al dios Thot por haberle dado a la humanidad una herramienta que hará que los humanos, débiles criaturas, sean pronto incapaces de recordar y hasta de pensar.
La escritura y los libros no nos hicieron más tontos. Muy al contrario, han permitido la expansión del conocimiento y de la misma mente humana como nunca antes en la historia. Y justo ahora, en este tiempo nuevo que viene impulsado por ideologías antiguas y una plutocracia desenvuelta y descarada, es cuando más necesitamos las regulaciones que nos protejan y que salven un modelo de civilización que permita el desarrollo personal dentro del crecimiento colectivo. Hacen falta más lectores y, perdónenme por decirlo, más editores.