La estrella de la plaza Sant Jaume es el signo político de la desacralización absoluta de la Navidad. El nacimiento de Jesús alimentó durante siglos el sentido colectivo de estas fiestas hasta que el filtro de la sentimentalidad posmoderna erosionó el símbolo religioso. Ahora bien, dicha desacralización se expresa en forma de paradoja: cada Navidad es más enfáticamente ornamental que la anterior.
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Cuanta menos importancia se da a la Navidad de los orígenes, más intensa es la retórica ornamental con la que se anuncia esta fiesta. Los ayuntamientos compiten por ver quién tiene el árbol más alto y más barroco. La iluminación festiva impera, hiperbólica, en las calles durante un mes y medio. Por supuesto, el rococó navideño impera también en comercios, cafeterías, escuelas, oficinas y hospitales. Los cristales de los escaparates están salpicados de falsa nieve. Una abigarrada iconografía de elfos, estrellas, velas, coronas, caganers, renos y trineos lo inunda todo. Ingentes cantidades de bolas rojas y ramas de imitación de abeto presiden las salas de espera. En las puertas, coronas de falso acebo y estrellas doradas. En las ventanas, lucecitas en cascada. Grandes muñecos de Papá Noel escalan los balcones. En el comedor, rojas flores de Pascua y decorados abetos de plástico. Y en todas partes, canciones de Navidad, sobre todo en inglés. “I’m the happiest Christmas tree / Ho ho ho, hee hee hee...”.
Mientras las autoridades se esfuerzan en barrer el rastro de la dulzura primigenia de la Navidad, la gastronomía navideña se hace más y más azucarada. No basta con los turrones y barquillos o neules tradicionales. Incitados por una exitosa marca, los chefs más reputados han recreado los turrones tradicionales con insólitos ingredientes y combinaciones inauditas. No nos basta con los suplementos de nata y crema con que algunas pastelerías, como Can Massot de La Bisbal, recubren los turrones de yema. No nos basta con los ahora quizás algo arcaicos polvorones y mantecados, dulces de los tiempos del hambre, en los que la grasa de cerdo, hoy despreciada, era un gran lujo. Tampoco basta con el turrón Sant Jordi de la pastelería Tuyarro de Santa Coloma de Farners, que se ha generalizado en las comarcas de Girona (se trata de un turrón frío y voluminoso que debe cortarse a rebanadas con un cuchillo caliente y que está compuesto por varias láminas de crema de mazapán y crema de mantequilla envueltas en un vistoso cofre de yema). No nos basta con el pequeño divertimento de las catànies, ni con los turrones de chocolate, ni con las figuritas de mazapán que sintetizan dos viejas tradiciones de estas fechas: la gastronómica y la de los regalos a los niños. No nos basta con los roscones de Reyes.
No nos basta con esta inmensa bandeja de postres navideños. Ha sido necesario recurrir al panetone milanés. Se ha hecho tan famoso en nuestras tiendas que el gremio de pasteleros ya organiza un concurso para clasificar los mejores. Con su cúpula redondeada y su dulce masa blanda, amarilla de mantequilla, rellena de pasas y trocitos de fruta confitada, fragante de vainilla, el panetone se ha convertido en uno de los símbolos favoritos de la Navidad actual. Retrocede el pesebre, progresa la pastelería.
Nieve de fantasía, apoteosis lumínica, retrocede el pesebre, progresa la pastelería
No es posible hablar del festival de almíbar navideño sin evocar los densos y no menos dulces perfumes que la publicidad proclama con la pomposa pronunciación inglesa de apellidos como Herrera, Rabanne o Saint-Laurent. También los perfumes ayudan a reforzar la enfática retórica de la Navidad contemporánea, como los regalos en general y como los buenos sentimientos que estos días desbordan watsaps y facebooks. Una Navidad de fragancias epidérmicas. Una Navidad de funda, de envoltorio, de estuche, de cajita forrada y preciosos lazos. Una Navidad de brillibrilli y nieve de fantasía, de luz eléctrica y nostalgia artificial. Si la retórica de estos días es tan suntuosa y grandilocuente, es porque tiene un encargo muy difícil: llenar el vacío, esconder la nada.
La fastuosa exhibición decorativa de la Navidad desacralizada es, en el fondo, una manera de reconocer el valor de la trascendencia perdida. Es un intento enfático, es decir, excesivo, incontinente, exagerado, de aparentar que la Navidad desacralizada es algo verdadero.