Aquel calendario

Colgado ya en la pared, el nuevo calendario de formato antiguo. Cosas de boomers. Para algunos un ritual efímero, más añejo que viejo. Intrascendente pero con toda la belleza de lo inútil: nuestra vida futura en doce páginas; en cada cifra, una duda o una ilusión. En el tabique, o sobre una mesa, las cifras del tiempo. Eso: tiempo. En el cine mudo se representaba su paso con la mayor o menor velocidad de las páginas y uno se imaginaba el sonido como algo parecido al murmullo arremolinado de las hojas secas, ocres-siena, de la llegada del otoño. Consultar el calendario mural es también un acto casi revolucionario, una frágil contestación humana a todos los magnates tecnológicos, ya saben: la galaxia de los Musk, Zuckerberg, Bezos, Arnault y varios pájaros más de alto vuelo y discapacidad ética. Y moral. Y ahí lo dejo.

Lunes

 

Getty Images/iStockphoto

El calendario impreso, en sus múltiples variaciones, es una manufactura en desuso, camino del declive. Una reliquia para nostálgicos, aunque, eso sí, algo cultivados y sensibles. Y sin prisas. Pues ya me dirán: si hoy los días y los meses los encontramos en toda clase de artilugios digitales sin siquiera querer mirarlos. Ni desear verlos. Ahí en la muñeca, donde los médicos nos tomaban el pulso, toda la información y más que nos quieran mandar y toda la que atrofia nuestro pensamiento. Llegado a este punto, uno ve crecer la sospecha de que los ilustres señores antes citados deciden por nosotros, como en casi todo. También en los meses y en los años. Los días y los horarios. Las guerras y las muertes.

Nuestra vida futura en doce páginas; en cada cifra, una duda o una ilusión

Un calendario en la pared viene a ser una pizarra con toda nuestra biografía anual, la presente y la futura, en caso de que no nos muramos antes, claro. Sí, un arsenal de cifras con los jolgorios entintados en rojo. Santos y fiestas nacionales. Y en el caso del inefable calendari dels pagesos, toda clase de recomendaciones agrícolas, estacionales, mercados, fiestas mayores… pura poesía visual. Antes, en los talleres: calendarios grasientos con fotos de señoras, vistas del Canigó nevado o fotos de la Moreneta o del Caribe, imágenes para todas las edades. En el billetero, el almanaque obsequio del bodeguero o del colmado, algo así como la felicitación del cartero, el basurero, el vigilante – ai las –, todos ellos a la repesca de un aguinaldo. Cosas de humildes para humildes. Y antiguos. Cuando el anuario se convierte en una agenda gigante clavada en la pared, la creatividad personal se inflama: pequeños dibujos, autoórdenes, secretos inconfesables, citas, nobles propósitos del día. Material para unas memorias sin nombre. O algo parecido. Guardémoslos.

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