La victoria de Donald Trump el 5 de noviembre confirma lo que se anticipaba en estas páginas una semana antes de que se produjera en las urnas. Entonces escribía una tribuna titulada: “¿Y ahora qué, bajo el populismo?” (26/X/2024). Una cuestión a la que hoy seguimos atados con mayor razón, tal y como se aprecia en el encabezado, y a la que trataré de ir dando respuesta en tribunas sucesivas.
Nos adentramos en una época política que pretende resetear la anterior. Un tiempo que nos emplaza a saber a qué atenernos bajo la vigencia estructural del populismo. Eso significa que hay que asumir que es inevitable si queremos operar en su presencia y sometidos a su presión cotidiana. Al menos si no queremos ser víctimas directas de él, pues indirectas lo seremos todos. No olvidemos que viene de las profundidades de la democracia para habitar entre nosotros de forma permanente.
No incurriré en la actitud quejosa de ser una más entre las numerosas voces que se lamentan del triunfo populista. Vengo denunciando el fenómeno hace años y señalando que no es circunstancial, ni solo atribuible a episodios de crispación o difusión de una antipolítica más o menos organizada. En el 2017 escribí Contra el populismo (Debate) y señalaba que nos asomábamos a un cambio radical de la política democrática. Algo que no podía relativizarse porque afectaba al sentido y propósito de las mayorías democráticas.
La propagación generalizada del populismo exige que trascendamos el diagnóstico crítico que hacemos sobre él. Su consolidación tras la victoria de Trump conlleva un clic de no retorno que, además, bombeará su toxicidad intensamente desde el corazón democrático al conjunto de Occidente. Algo que nos instala en una época que requiere estrategias realistas. Primero, para moderarlo. Después, para reconducirlo.
Esta circunstancia nos obliga a que adoptemos una actitud distinta hacia él. La indignación ética y el desprecio intelectual no sirven de nada. Es más, caracterizarlo como monstruoso o demonizarlo es el peor de los recursos, pues son indicadores de éxito ante sus adeptos. Pensemos que lo impulsa una poderosa alianza contra el liberalismo y sus valores. Tanto que luchar contra ellos constituye la razón de ser del populismo y el motivo que lo legitima ante sus seguidores, que disfrutan viendo como es escarnecido. Es importante tenerlo en cuenta porque el populismo pretende salvar a la democracia del liberalismo para declinarse sin adjetivos. Para ello necesita activar una poderosa energía antipolítica que le ayude a demoler las instituciones que moderan la democracia desde el liberalismo. Lo hace porque las considera caducas e ineficientes. Este es el motivo que le lleva a desbaratar el consenso liberal de una justicia que balancea formalmente la libertad y la igualdad, y materialmente el capital y el trabajo. Por eso, su estrategia pasa por radicalizar la mayoría y enfatizar su poder de cambio al confiar en la capacidad catártica que encierra la legitimidad del mayor número.
Hemos de analizar críticamente dónde falla hoy la autoridad del liberalismo y por qué
Así las cosas, la moderación del populismo no admite planteamientos simplistas. Requiere estrategias híbridas y una gobernanza compleja. Al menos si queremos aprovechar la poderosa energía popular que late en su seno para reconducirla después hacia una refundación de la democracia. Para conseguirlo es prioritario incidir en lo inmediato: impedir que amplíe su poder de forma avasallante al adoptar ropajes algorítmicos que lo propulsen sin límites porque, como veremos en otra entrega, es favorecido por la digitalización masiva de nuestras vidas; el impacto que tiene en ellas la inteligencia artificial (IA); así como las dinámicas de cambio social, cultural y económico que provocan.
Al populismo no se le modera buscando el impacto inmediato de reducir el número de votos que lo secundan ni derrotándolo. El triunfo de Trump demuestra que opera en el alma tecnológica de la gente. Adopta una versión 5.0 que pretende transformar la democracia en una deep fake de sí misma. Algo que solo podrá hacer si antes adquiere el estatus de un Ciberleviatán y cuaja en su seno el complejo industrial-tecnológico que se insinúa en el tándem Trump-Musk. Un fenómeno de colonización privada de la política que la somete a los intereses corporativos del capitalismo cognitivo que nace de los algoritmos. ¿Qué hacer entonces para desplegar una estrategia de moderación que aplaque la furia de una mayoría que quiere ser irresistible y absoluta? Primero, siguiendo a Hannah Arendt, no verla monstruosa, sino pensarla como un producto banalizado de la antipolítica que desarrolla la democracia si se radicaliza. Hay que comprender que es un acto colectivo de venganza que protagoniza una mayoría silenciosa de humillados y ofendidos por el intelectualismo moralizante del liberalismo. De ahí que, segundo, tengamos que analizar críticamente dónde falla hoy la autoridad del liberalismo y por qué. Sobre todo, cuando trata de corregir el poder de la mayoría.
Recordemos que los populistas son demócratas radicales. Les estorba la desconfianza liberal ante una democracia sin adjetivos. Creen que las reglas liberales son responsables de hacer fallida la democracia y quieren que esta imponga el orden de la mayoría, aunque sea minoritaria. Para conseguirlo, desean que los liderazgos en los que se apoya se perpetúen al combatir lo que la debilita: la posibilidad de revertirla y favorecer la alternancia mediante la acción crítica de quienes disienten de ella. Entender esto es fundamental para moderar el populismo, pues muchas veces la indignación que provoca olvida que es un producto visceralmente democrático. Eso supone no verlo como la esencia del problema, sino como el principio de la solución al mismo.