Algunas de las asignaturas que imparto en la Universidad de Beira Interior, en Portugal, se están transformando en pateras. Me explico: en varias listas de alumnos de máster, hay una parte muy considerable de inscritos a los que jamás veremos el pelo. Venidos de otros continentes, han pagado la matrícula, no para cursar estudios, sino seguramente para obtener el visado que les permita entrar en Europa. Esto pasa en otras universidades lusas.
Hablemos, pues, de inmigración: un tema duro, con textura de arpillera. Profundamente divisivo. Y una cuestión que está por todas partes. En la última cumbre luso-española, concluida el pasado 23 de octubre –una reunión amable en la que se pactó el tema crucial del reparto de agua entre los dos países, que comparten varias cuencas hidrográficas–, hubo dos disonancias. Una, sobre la red de alta velocidad, y otra, sobre la inmigración: Luís Montenegro, el primer ministro portugués, defendió que las fronteras no podían estar abiertas “sin reglas” y Pedro Sánchez criticó a los gobiernos europeos que no son capaces de ver las migraciones “en positivo”. Una suave, sutil disonancia, en la cual se refleja bien el debate europeo sobre esta cuestión compleja.
Fundão ha sabido renovarse demográficamente practicando una acogida humanista
Una de las razones de esta multiplicidad de interpretaciones reside en la diferente situación de cada país. Hay casos, como el de Suecia, en que nos encontramos ante realidades alarmantes. Con una población semejante a la portuguesa, unos 10 millones de habitantes, Suecia contaba en el 2023 con un 20% de los habitantes nacidos fuera del país. Algunos cálculos pronostican que, en tres décadas, la mayoría de la demografía provendrá de estos grupos con orígenes exteriores. El Gobierno sueco, de centroderecha con el apoyo parlamentario de la extrema derecha, está haciendo un esfuerzo para detener este proceso. Con una hermosa tradición de apertura a la llegada de refugiados, disponiendo además de apoyos sociales para estas personas, Suecia se encuentra ante una situación delicada, al límite de lo soportable.
En Portugal, sin embargo, las migraciones actuales tienen sobre todo un rostro benévolo. Existe, incluso, un municipio que es todo un modelo a escala europea: Fundão, muy cerca del sitio donde vivo. Entre 1950 y el 2011, Fundão perdió 20.000 personas: pasó de 50.000 a 30.000 habitantes. Era hasta hace poco una zona en depresión poblacional. La alcaldía ha sabido aprovechar los migrantes recientes para renovarse demográficamente, practicando una acogida humanista. Es un modelo a escala continental. Uno diría: el sueño del papa Francisco. Fundão fue, en el 2023, una de las capitales europeas de la inclusión y la diversidad, un título otorgado por la Comisión Europea.
Pero empiezan a surgir, en varios puntos de Portugal, tensiones sociales relacionadas con las migraciones. A raíz de una intervención policial en la que murió un hombre de origen africano, Lisboa se ha enfrentado con protestas violentas, incluyendo la quema de autobuses y coches por la noche, durante varias jornadas. Algo que nunca se había visto en la capital lusa. Para la extrema derecha portuguesa de Chega (Basta), derrotada en el reciente tema de los presupuestos, esto fue un bálsamo. Les permitió sacar pecho y entonar su zarzuela chovinista.
Un día antes de que Estados Unidos elija entre el abusón de la clase, pésimo alumno de la ética y la moral, y la chica responsable que estudia mucho y saca excelentes notas, creo que hay que subrayar lo siguiente: las personas, en Occidente, ya no creen en el caleidoscopio de ambigüedades de finales del siglo pasado e inicios de este siglo, un sistema resbaladizo que nos condujo al batacazo colosal de la crisis del 2008. Les interesa la realidad objetiva de las cosas y se irritan sea ante los juegos de manos del capitalismo global, sea ante los espejismos falsos de la moralina progresista. Quieren ver lo que hay, sin trucos ni tapujos.
Europa no ha logrado cumplir con uno de los deberes más obvios de una sociedad, que es su renovación demográfica. Por ello, necesita la aportación humana de otras zonas del mundo. Es una ingenuidad pensar que este proceso de importación demográfica no conlleva riesgos. Por supuesto, teniendo en cuenta las bolsas de pobreza que existen en otras áreas del planeta, puede llegarse a soluciones humanamente encomiables, como en Fundão. Pero una mala gestión de este problema conduce también a situaciones muy complicadas, por ejemplo, cuando los grupos humanos que llegan se definen como contrapuestos a la cultura europea y se crispan contra ella.
Nos han contado tantas mentiras, que ya no podemos tragarnos ni una más: ¿recuerdan aquello de que las economías de postín del futuro ya solo necesitaban del sector terciario, y que el secundario, como cosa primitiva, lo podríamos dejar a China? Vaya patraña, inventada quizá para permitir la deslocalización de las empresas occidentales, abaratando costes. También es una falsedad descarada presentar las migraciones como un hermoso encuentro de culturas: en muchos casos estamos sencillamente ante la importación de mano de obra barata. Las migraciones son algo dramático para los que vienen, a menudo sufriendo horrores, e inquietante para los que ya están aquí. Todo esto exige una gestión responsable, pragmática y humana al mismo tiempo. Hasta la chica que saca excelentes notas, Kamala Harris, ha reconocido que la inmigración es una cuestión seria que, en EE.UU., se debe controlar. Allí como aquí.