Si existe un terreno en el que las medias verdades, las tergiversaciones y los tópicos infundados dominan el debate público es el de la inmigración, un campo de minas que provoca reacciones de alta temperatura emocional. En Europa, hoy, las cifras de entrada de inmigrantes irregulares no son particularmente altas. No existe ninguna crisis migratoria. Lo que existe es un problema político provocado por unos partidos populistas que han encontrado en la inmigración una mina de oro.
Fomentar el miedo a un alud de inmigrantes da votos. A remolque de la extrema derecha, cada vez más gobiernos están endureciendo las medidas contra la inmigración irregular. Hasta la Comisión Europea se está apuntando a ideas tan vergonzosas –e inútiles– como la de crear centros de detención en el extranjero. Como estas medidas no combaten un problema real, al poco tiempo de adoptarlas ya suele ser fácil presentarlas como insuficientes. Resultado: es necesario reforzarlas aún más. El círculo vicioso está servido. La mano dura y el populismo xenófobo se alimentan mutuamente.
Por regla general, la opinión más extendida en Europa y Estados Unidos es que hoy, en el mundo, hay más emigrantes que nunca; que vienen jugándose la vida, explotados por mafias de traficantes de personas; que estos emigrantes huyen de la miseria extrema en la que viven, atraídos por nuestra opulencia y nuestras generosas ayudas sociales; que quitan los puestos de trabajo a los trabajadores autóctonos, ponen en peligro el sistema de bienestar, contribuyen a los problemas de la vivienda, aumentan la criminalidad y no se integran fácilmente; que compensan el envejecimiento de nuestra población, pero que si abriéramos las puertas vendrían en cantidades infinitas.
Todos estos lugares comunes salen maltrechos de la confrontación con los datos. En la actualidad, en el mundo, no existe una cantidad excepcional de emigrantes. Ha habido épocas con movimientos migratorios mucho más acusados, como en la primera década del siglo XX. La mayoría de los que vienen a Europa no vienen jugándose la vida, explotados por mafias que viven del tráfico de personas; llegan en avión y pasan el control de pasaportes, con el visado correspondiente si lo necesitan. No suelen venir de los países más pobres ni ser los más pobres de sus países. Vienen de estados que empiezan a prosperar, en los que la gente abandona el campo para ir a las ciudades, en busca de oportunidades y puestos de trabajo; y los que vienen son los que tienen medios para emigrar fuera del país.
No vienen atraídos por nuestro Estado de bienestar. La educación y la sanidad gratuitas no tienen mucho peso en la decisión de emigrar. Vienen porque quieren puestos de trabajo mejor pagados de los que hay en su país y porque saben que aquí pueden encontrarlos. También van a países sin red social alguna, como los del golfo Pérsico, por el mismo motivo. No le quitan el trabajo a nadie. Cogen los puestos de trabajo que ningún trabajador autóctono acepta: ayuda doméstica, cuidado de personas mayores, agricultura, etcétera.
No ponen en peligro nuestro sistema de bienestar. Generan gastos de sanidad y educación, naturalmente, pero también contribuyen a cubrirlos con los impuestos que pagan. No abusan de los subsidios por desempleo o por enfermedades: quieren trabajar, no vivir de las ayudas públicas. No tienen ninguna culpa de los problemas de la vivienda, generados por la desregulación del mercado de alquiler y por la imprevisión. No aumentan la criminalidad; si acaso, tienden a rebajarla, porque vienen con la ambición de labrarse un futuro y no quieren arriesgarse a ser deportados. Los muros y el endurecimiento de los controles fronterizos no impiden que vengan; solo lo dificultan.
Más que crisis migratoria, tenemos un problema político causado por los que ven una mina de oro en la inmigración
Se integran con facilidad, sin programas específicos. Solo necesitan tiempo, trabajo y acceder a los mismos derechos que nosotros (y si pueden obtener la nacionalidad, mejor). Los italianos de Nueva York, los indios de Londres y los turcos de Alemania son buen ejemplo. Para paliar el envejecimiento de nuestra población, deberían venir muchos más, pero esto no es posible porque en el mundo no hay tanta gente que quiera venir, y cada día habrá menos. China, México, Tailandia y Turquía serán pronto países de inmigración, si no lo son ya.
Todo esto lo explica Hein de Haas en un libro magistral, fruto de muchos años de estudio, Los mitos de la inmigración. Naturalmente, sus ideas son discutibles, en el sentido más noble de la palabra. Pero el valor del libro no reside en las tesis que defiende, sino en su capacidad de mostrar la distancia que separa el debate político de la realidad. Un ejemplo: Italia, según la patronal Confindustria, necesita 1,3 millones de inmigrantes en los próximos cinco años para ser competitiva y el Gobierno Meloni se propone abrir las puertas a 165.000 inmigrantes en el 2025. Pero mientras tanto atropella los derechos de unos cientos de inmigrantes irregulares y distrae la atención con el costosísimo plan para crear un centro de detención en Albania.
Los tópicos son el colesterol de las arterias intelectuales. Si dejamos que se acumulen en algún rincón de nuestra forma de pensar, pueden provocarnos una esclerosis mental aguda. Es lo que está ocurriendo con la inmigración.