Han reñido duramente mi amiga colombiana residente en Miami y mi otro amigo alemán, establecido en Berlín. Y parece grave. Eran íntimos desde que coincidimos hace décadas en Nueva York, estudiando fotografía: una viró hacia el arte conceptual y el otro hacia un cine bien raro, tendencias finiseculares para dos mentes brillantes que huían de lo comercial. Lo terrible del caso es que su choque irreconciliable no lo ha propiciado la pasión creativa sino la actual polarización política de Occidente.
Él la acusa a ella de trumpista/fascista, “no tengo tiempo para personas así”, mientras ella sostiene que no puede más, “sinceramente”, del wokismo que parasita el progresismo a uno y otro lado del Atlántico. De modo que va por ahí haciendo campaña para perder de vista a la actual ola de demócratas. ¡Campaña por Trump! Menudo anatema para el berlinés, que, por mucho que constate que EE.UU. mantiene casi 50.000 soldados en suelo germano y que la economía alemana lleva año y medio en recesión técnica debido al corte del gas ruso, cree honestamente que la guerra de Ucrania es clave para la supervivencia del mundo libre. Su solución repentina es, pues, cancelar a su amiga colombiana dándole con lo que más le duele, el wokismo.
Ser woke significaba, inicialmente, estar alerta y sensible a las desigualdades históricas y estructurales que pasaban desapercibidas para la población general, especialmente las relacionadas con el racismo. Pero ha derivado en una corrección política que, llevada al extremo, limita el debate genuino a golpe de intolerancia y sofoca el diálogo y la pluralidad de opiniones... En Alemania se lo toman al pie de la letra, especialmente en la cuestión israelí. ¿Quién se atreve a diferenciar hoy entre el antisemitismo real y la crítica política legítima hacia el Gobierno israelí?
Ya pueden ir los filósofos advirtiendo sobre el wokismo y su tendencia a reducir problemas sociales complejos a narrativas de opresores y oprimidos. Slavoj Žižek dice que corregir el lenguaje y las actitudes personales distrae de problemas estructurales más profundos. Peter Sloterdijk ve la política identitaria como una “autoayuda moral” que fragmenta la sociedad en lugar de fomentar una ciudadanía universal.
Pero el reduccionismo sigue ahí. Quien sostenga que el sexo es inmutable es automáticamente “de derechas”. Y por esta regla de tres, ahora que Giorgia Meloni ha declarado ilegal el alquiler de vientres incluso cuando se produce fuera de Italia, los podemitas españoles van a tener carta blanca para defender la práctica como de izquierdas. ¡Al tiempo! La creciente población transhormonada que creen que tener hijos es un derecho se lo agradecerá.