Cada vez que Banksy da uno de sus “saltos” vuelve la polémica. Desde los tiempos más antiguos algo inexplicable lleva al hombre a extrovertir y a plasmar sus pasiones en el muro. Del pintor de Altamira al grafitero actual, pasando por el “Estanislao ama a Pepita” tatuado en la corteza de un árbol.
Ya de niños todos hemos tenido la pulsión de arañar, rayar o manchar paredes. ¿Es el mismo impulso que impele al artista contemporáneo y al grafitero a expresarse con su obra? Probablemente. La necesidad de “explicarse” es consubstancial a la naturaleza humana ¿Podríamos calificar de artistas a nuestros antepasados cavernícolas? Sin duda.
Además no hay que olvidar el aspecto exorcizante de toda práctica artística, o sea: una manera de domesticar y hacer más comprensible, quizá más soportable, la vida cotidiana por medio de imágenes, dibujos y ensoñaciones en la pared o en la cueva. El artista plasma lo que siente y lo que le disgusta. Es lo que le ocurre al grafitero: no le gusta el sistema. Está en contra y lo muestra con lo que tiene a mano, con la práctica más antigua.
El artista plasma lo que siente y lo que le disgusta; es lo que le ocurre al grafitero: no le gusta el sistema
Desde sus inicios, en la marginalidad del River Bronx, el grafiti ha ido evolucionando estética y socialmente. Los grupos de jóvenes vinculados al breakdance, al hip-hop y a la música de los MC5 tenían en sus pintadas la expresión plástica del antisistema. El metro de Nueva York era su Altamira. Y el barrio, la tribu, y el grupo: una cultura de un cierto salvajismo ingenuo.
Por supuesto nada que ver con esa horrible epidemia actual de invadir, embrutecer y mancillar el espacio urbano, con la práctica del tag, una firma repetida infinitamente que mancha coches privados, públicos, negocios humildes y todo lo que sea susceptible de ser atacado por el ego tribal psicópata de bandas callejeras sin ideología ni ética. Ni estética. Nada que ver con la cultura del Bronx en la que se hablaban más de 75 lenguas en un ambiente rapero, marginal y pobre pero creativo. Y nada que ver, claro, con la poética de Banksy ni con el grafiti como práctica y vehículo de expresión artística, urbana. La diferencia es evidente.
Pero, siempre nos quedará Estanislao, que sigue amando a Pepita desde la corteza de un árbol.