Mañana hará 30 años que una patera con inmigrantes avistó la costa canaria por primera vez. Ni siquiera conocíamos esa palabra que, de repente, asomó a los titulares. Desde entonces, unas 230.000 personas han llegado a esas islas huyendo de persecuciones y penurias. ¿Muchos?, ¿pocos? Estamos hablando de tres décadas en un país de 48 millones de habitantes, sin contar los que siguieron su camino hacia otros países europeos. Otras 21.000 perecieron en la travesía. Demasiadas, sin duda.
No obstante, casi la mitad han llegado en los últimos cuatro años debido a la situación del Sahel, donde los golpes de Estado y el terror del yihadismo ahondan las carencias de la población. Sánchez viaja esta semana a Mauritania, Senegal y Gambia. Europa externaliza los controles a los países de origen. Y cada vez llegan más menores. Más de 5.000 se apiñan ya en Canarias, mientras la política española se sumerge en agravios domésticos cuando se trata de acordar una respuesta a la crisis. Es previsible que en las próximas semanas lleguen muchos más, aprovechando los vientos favorables para culminar una peligrosa ruta de una semana en frágiles embarcaciones.
Para España, la inmigración es algo relativamente reciente. Hace 25 años acogíamos a un millón y ahora son seis (un tercio, de África). Según el CIS, no es aún la principal preocupación. Pero el flujo se ha intensificado en pleno auge de la xenofobia instigada en internet por la extrema derecha. Según el BE, el 78% de los inmigrantes tiene empleo. El mercado de trabajo los necesita, y eso favorece su integración. Según el INE, por primer vez ha dejado de caer el número de nacimientos, que en España es alarmantemente bajo. Pero todos sabemos que los motivos económicos ya no son los que suscitan el rechazo a la inmigración, sino la amenaza que muchos ven –y no pocos azuzan– para su identidad y forma de vida. Pues bien, seguirán viniendo mientras su existencia sea tan precaria, y la nuestra, deseable. Y se deberá destinar recursos para que ellos, a su vez, acaben aportando a la sociedad que les acoge. Explicarlo es responsabilidad de la política. Los controles pueden reforzarse, sin duda, pero hacer creer que hay muros o policías suficientes para contener el ansia de vivir sí que es una ingenuidad.