Se regala una biblioteca

Se regala una biblioteca

Me llama una amiga para preguntarme si conozco a alguien a quien puedan interesar sus libros. Deja un piso grande, que van a ocupar su hija, su yerno y sus nietos, y se marcha a un apartamento en el que no le va a caber ni una docena de los miles de volúmenes de su biblioteca. Me cuenta que ha meditado mucho antes de escoger qué autores elegir entre los que, en diferentes momentos de su vida, le sirvieron para entender mejor el mundo, le ofrecieron respuestas a preguntas o le suscitaron otras. Tenía previsto releer sus predilectos con el convencimiento de que ciertas páginas, como ocurre con algunas canciones, le evocarían, además, momentos vividos. Y como le queda menos futuro que pasado, se proponía administrarlo lo mejor posible.

Una família amaga els torrons a la llibreria perquè ningú se'ls mengi abans dels àpats de Nadal.

 

CC0

Le he sugerido que done sus libros a una biblioteca. Ya lo ha intentado, me contesta. Los ha ofrecido a diversas, municipales, universitarias, públicas o privadas, incluso a la de un sindicato afín a sus convicciones políticas, infructuosamente. A todas les sobran libros y les falta espacio.

Le digo que pruebe con las librerías de segunda mano o que contacte con los libreros de lance que tienen sus puestos los domingos en el mercado de Sant Antoni. También lo ha hecho. Pagan una miseria y, aunque esto no le importe, los da gratis, no está dispuesta a que otros hagan negocio, por más que se ofrezcan a llevárselos sin cobrarle nada. No le va el trato. Le parece humillante para su biblioteca.

Heredó libros de sus padres, compró otros con su marido, del que enviudó no hace mucho, y otros más los fue adquiriendo ella, de la adolescencia a la vejez. A medida que los iba leyendo anotaba en un cuaderno sus impresiones, sin pensar jamás en que tendría que desprenderse de algo tan valioso.

Los libros en papel, asegura su yerno, no sirven más que para criar polvo y bichos

Por todo eso, insiste en que quiere regalarlos. Regalárselos a alguien capaz de leer a Proust, Ausiàs March, Llull, Fournier, Roig, Faulkner, Amis, Lessing, etcétera. Abrevio la lista que me da, porque resulta interminable –el espacio de mi artículo, limitado–, buena prueba de que ha sido una lectora excelente, de gustos amplios y variados. Insiste, cuando acaba la retahíla de autores, en que abandonar los libros, sus libros, en la calle, en el contenedor de papel, le parece una traición a cuanto le han aportado. “Han sido mis ventanas”, me asegura. “A través de ellos he podido contemplar mundos distintos al mío y he viajado al pasado y al futuro sin necesidad de moverme del cuarto de estar… No puedo hacerles esto. No, de ninguna manera”.

Le he sugerido que llegue a un pacto con su hija para dejar los libros en su casa. Quién sabe si alguno de sus nietos habrá heredado la pasión lectora de la abuela. Pero ya ha usado el argumento. Al principio la hija pareció ceder, pero luego cambió de opinión, influida por el marido. Los libros en papel, asegura este, no sirven más que para criar polvo y bichos. Por motivos higiénicos, tienen que desaparecer de las casas, al menos de la suya. Se puede leer cómodamente en el e-book y no es preciso almacenar porquería.

La conversación no da para más. Me despido asegurándole que, si sé de alguien que quiera sus libros, la avisaré con sumo gusto. Yo no me los puedo quedar porque vivo rodeada de ellos, respirando el polvo que sin duda guardan, pero que sirve, según afirmaba el doctor Marañón, para hacernos más longevos. Naturalmente, no se lo he dicho. Liberada de la atmósfera contaminante de su biblioteca, seguro que durará poco. Presiento que en breve veré su esquela en este periódico.

Lee también
Etiquetas
Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...