Barcelona se pone fea

Barcelona se pone fea

Hicimos de anfitriones a dos italianos y los llevamos a cenar por el centro. Jueves, nueve y media de la noche. Éramos seis y no tuvimos ningún problema para encontrar sitio sin reserva. Él, bailarín romano, vive en Berlín porque en Roma, dijo, los presupuestos culturales se destinan casi en su totalidad al patrimonio, de modo que los artistas no tienen muchas opciones. Ella, poeta y compositora turinesa, está en Granada haciendo un postdoc.

Comentaron que no entendían el casco antiguo de Barcelona: cómo puede haber una cafetería histórica frente a tres tiendas de souvenirs con carteles estridentes, entre impersonales escaparates color pastel donde todo está escrito en inglés, grafitis pintarrajeados en persianas y paredes, pisos ochenteros irrumpiendo en la arquitectura gótica, y zanjas de obras y andamios por todas partes. Lo decían más asombrados que críticos, intentando descodificar un significado insondable; también les llamó la atención que haya tantos coches en Pelai, la Rambla y plaza Catalunya, y tanto ruido.

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Martí Gelabert

Pensé que, cuando has vivido rodeado de belleza, la falta de armonía te sobresalta, eso de que quien tiene la casa ordenada suele tener la cabeza ordenada. En caso contrario, te acostumbras al caos y dejas de ver lo que degrada el entorno. Por ejemplo: terrazas cutres con sillas metálicas y mesas de plástico, sombrillas anunciando una marca de bebida, en las que te cobran 1,60 euros por un cortado; vale, tienen vistas a la Sagrada Família. Pero es que en Roma un ristretto al mismo precio se sirve en un espacio acorde al paisaje, y el conjunto transmite un orgullo que aquí se desprecia. Más allá de la ética y estética de Wittgenstein, es sintomático que una ciudad con un proyecto llamado Pla Endreça pretenda ser atractiva convirtiendo el Park Güell en una pasarela de Louis Vuitton, mientras descuida el patrimonio sin apostar por la cultura viva.

El martes, L’Altra Editorial celebraba su décimo aniversario en el Heliogàbal, cuya música en directo se encuentra en perpetuo futuro incierto. El mismo día, se derribaba la Casa de la Mel (del siglo XIX) en la plaza Mañé i Flaquer, en una imparable y aberrante destrucción del barrio del Farró, que hace unos meses presenciaba atónito cómo derruían otro precioso inmueble modernista en la calle Ríos Rosas. Un suma y sigue del que da cuenta Marc Piquer a través de Barcelona Singular en Twitter, alertando de los edificios desprotegidos y denunciando las consecuencias de su demolición: una paulatina vulgarización de la ciudad, que no se respeta a sí misma ni se cuida.

Cuando has vivido rodeado de belleza, la falta de armonía te sobresalta

Cuando se ponía guapa en la época del diseño, criticábamos que no fuera más que fachada, pero por lo menos conservaba esa fachada; aunque maquillada, tenía buena cara. Ahora es demasiado cara para quien aspira a vivir en ella. Esta semana sabíamos que el emblemático bar Versalles, en Sant Andreu, cierra por no poder asumir el alquiler de 10.000 euros al mes. Fundado en 1915, habrá sobrevivido a dos guerras mundiales y a una civil, pero no a la gentrificación.

Barcelona se pone fea para sus residentes que, expulsados, no cuentan ni con la opción de un transporte público fiable y eficiente que les permita vivir a unos kilómetros para (por lo menos) seguir trabajando aquí. Asegura buscar turismo de calidad, pero lo confunde con el turismo rico. La diferencia es que el primero exige mucho más que un buen trato y un buen servicio (que también). Y el segundo carece de sensibilidad: gasta porque puede, le da igual en qué.

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