Democracia anémica
Las democracias occidentales no pasan un buen momento. Con sociedades cada vez más plurales y complejas, los consensos básicos en torno a los principios constitucionales resultan difíciles de alcanzar y las mejoras sociales, por trascendentes que sean, aún más costosas de visibilizar. Muchos dan los pactos por imposibles (qué acordar con machistas, terroristas o teócratas) y otros dan los avances por descontados. Porque, en la madurez, el progreso se desliza siempre por sendas marginales –resulta difícil apreciar una mejora de bienestar si esta consiste simplemente en dos horas menos de jornada laboral o en tres horas más de asistencia domiciliaria– o, quizás más peligroso, porque desde la última recesión ha calado la percepción de que no hay gobierno que pueda con los efectos indeseados del capitalismo, tan eficaz a la hora de crear riqueza como torpe evitando las desigualdades.
Que todos los partidos se parecen y que todos se preocupan tan solo por lo suyo, es el mantra mayoritario entre la gente. Como confesaba el domingo a pie de urna un catalán chistoso: “¡Yo votaré al partido gay! Ya que todos están por joderte, al menos que lo haga uno que entienda”.
Así las cosas, a pesar de todo, Salvador Illa ha ganado con claridad las elecciones: más de 872.000 votos, 42 escaños. Una victoria histórica sobre todo en diputados, siempre escurridizos para el PSC más allá del área metropolitana.
Con su discurso entre romántico y pragmático, también Carles Puigdemont ha obtenido un resultado meritorio, más de 674.000 votos y 35 escaños, siete menos que los socialistas, pero 15 más que ERC, su eterno rival, enviado sin piedad al rincón de pensar. Ambos pueden legítimamente aspirar a ser presidentes.
No veo recorrido ni a un tripartito ni a la sociovergencia: habrá que decidirse entre Illa o Puigdemont
Aun así, antes que cavilar sobre investiduras, sería bueno que todos recordaran lo anémica que está nuestra democracia: la participación apenas ha superado los tres millones de ciudadanos, no llega al 58%. O lo que es lo mismo, cuatro de cada diez catalanes no se han sentido interpelados por ninguno de los candidatos ni por sus propuestas.
Además, de entre los que sí acudieron a votar, muchos han apoyado a tres partidos (Aliança Catalana, Vox y la CUP) con propuestas reaccionarias o revolucionarias, ya sea en sus variantes derechistas o de extrema izquierda. Ni más ni menos que 17 de los futuros 135 diputados discrepan en todo o en parte de los consensos mínimos que, en materia de educación, inmigración o infraestructuras, han hecho posible la convivencia y el progreso hasta hoy. Si a estos les añadimos los seis escaños de Comuns Sumar, contrarios a las políticas de crecimiento, queda claro que ni Illa ni Puigdemont van a tenerlo fácil.
Que el panorama político sea complejo no necesariamente es malo, pues en una democracia liberal el pluralismo siempre ha de ser reverenciado como algo positivo. Además, con los números en la mano, tripartito o sociovergencia son plausibles. También lo es permitir un gobierno en minoría de Salvador Illa o incluso de Carles Puigdemont, con sus respectivas geometrías variables y contradicciones. Al menos a corto plazo, yo personalmente no veo recorrido ni a un tripartito ni a la sociovergencia.
El primero no es viable porque ERC necesita procesar el severo castigo que ha recibido justamente por centrarse y haber desplegado negociaciones y pactos sin estridencias. Tampoco me parece que los neoconvergentes estén en condiciones de gobernar con Illa. Su derrota inequívoca con respecto a los socialistas ha sido compatible con una victoria holgada sobre ERC y con una resiliente supervivencia territorial, incentivos suficientes para quedarse fuera del gobierno y afianzarse como alternativa. Superada la retórica del procés y amortizados sus viejos rockeros, su discurso liberal y pragmático puede ser muy competitivo en Catalunya y en la Europa que viene.
Así las cosas, si no queremos castigar a los catalanes con una repetición electoral habrá que decidirse entre Illa o Puigdemont; entre devolver Catalunya al eje derechas-izquierdas o empecinarse a estrenar una nueva temporada de la misma serie, puede que con un guion más sensato, pero con el mismo elenco. De momento, lo único que han dejado claro las elecciones es que una notable mayoría ha apagado el televisor. Y que los que seguimos atentos, agradeceríamos menos parlanchín y más oficio. ¡Que estamos cadavéricos!