El estudio vacío
Paul Benjamin Auster, escritor, murió el pasado 30 de abril en su casa de Brooklyn a los 77 años. Muy cerca, los estudiantes ocupaban la Universidad de Columbia en protesta por la guerra de Gaza. No ha habido en el campus revuelta igual desde 1968 contra la guerra del Vietnam. Allí mismo el joven Paul entonaba con otros Where have all the flowers gone.
En el curso de la vida hay ocasiones de cantarlo. A nuestro escritor esas “flores idas” le marcaron vida y literatura: abuelo asesinado, padre ausente, amigo muerto por un rayo, divorcio, un hijo y la nieta fallecidos. La flor de la vida cortada al final por un cáncer de pulmón. Pero su obra es lo que queda. Nadie, por cierto, ha dicho que es esencialmente existencialista. La vida según Auster es azarosa y contingente; mientras tanto, hay que hacérsela propia y concebir proyectos. Para él, escribirla. Leyó a Sartre y Camus en francés y en París.
La vida de Paul Auster, aunque feliz con la escritora Siri Hustvedt, no fue alegre
Hay dos clases de contadores de la vida: los que viven para contar y los que cuentan para vivir. Situaría a Auster entre estos últimos, dado que su vida, aunque feliz con la escritora Siri Hustvedt, no fue alegre. Pero la soledad del escritor no es triste, sino que aplaca la tristeza porque le permite seguir contando. Él escribió: “La literatura es esencialmente soledad. Está escrita en soledad, leída en soledad, y aun el acto de leer es la comunicación entre dos seres humanos”. Soledad esencial y, sin embargo, la más comunicativa. Se escribe para vaciarse en el otro y se lee para llenarse del otro. Lector y escritor se funden. Este: le digo exactamente lo que pienso. Aquel: me dice exactamente lo que pienso. Una novela, dijo Auster, es “el único lugar en el mundo donde dos extraños pueden encontrarse en modo de una absoluta intimidad”.
Lo que se queda verdaderamente solo de un escritor es su estudio, como ahora el de Auster en su apartamento de Park Slope. Cuerpo y alma han sido arrancados de él y todo le recuerda en silencio. Entrar en el estudio vacío de un escritor es hacerlo en un santuario; abrir sus cajones, violentar un sagrario. ¿Quién se atreve a tocar esas plumas, tijeras o esa lupa que reposan huérfanas en la mesa? ¿A manosear su teclado o sentarse sobre el cojín de su silla? Auster murió en casa, rodeado de su mujer y los libros que amaba.