Georgia es una república exsoviética que tiene un acuerdo de asociación con la Unión Europea desde el 2016 y que es candidata a ingresar en la UE desde diciembre del año pasado. Mantiene una estrecha colaboración con la OTAN, como confirmó el viaje de su secretario general, Jens Stoltenberg, el pasado marzo a Tiflis, y también quiere entrar en la Alianza Atlántica. Las ambiciones europeístas de los georgianos incluso están escritas en su Constitución, pero el sentimiento del 80% de la población choca con la posición del partido gobernante, Sueño Georgiano, inclinado hacia posiciones prorrusas y que no ha apoyado las sanciones occidentales a Rusia.
El giro del primer ministro Irakli Garibashvili hacia una mayor sintonía con Moscú provocó tales protestas que, el pasado enero, presentó su dimisión por sorpresa en un intento de recuperar la popularidad de su partido ante las elecciones a celebrar en otoño. La corrupción y los guiños constantes al Kremlin generaron manifestaciones masivas, pero el nuevo premier, Irakli Kobajizde, ha mantenido la misma política.
Una norma inspirada en otra del Kremlin ilustra la polarización del país entre Europa y Rusia
La prueba está en el proyecto de ley que, en segunda lectura, aprobó el miércoles el Parlamento, conocido como la ley de agentes extranjeros o la ley rusa y duramente criticada por la oposición por sus grandes similitudes con una normativa rusa contra la disidencia. Esta ley ya fue sometida al Parlamento en marzo del 2023. Según el texto de entonces, las oenegés que reciban financiación del extranjero pasarían a tener la condición de “agentes extranjeros”. Miles de georgianos salieron a las calles a protestar frente al Parlamento pese a la dura respuesta policial. Tras tres días de manifestaciones, el partido en el poder retiró el proyecto de ley para evitar una escalada de la violencia.
Un año después, el texto ha vuelto al Parlamento con retoques cosméticos y será votado en tercera y última lectura a mediados de mes. Ello ha provocado nuevas protestas opositoras que derivaron el miércoles en decenas de detenidos. El Parlamento canceló su sesión de ayer debido a los daños en el edificio. Obviamente, el Kremlin niega que sea un proyecto de ley “ruso” y Kobajizde lo justifica con que “las oenegés han intentado dos veces organizar una revolución en Georgia desde el 2020”. La ley obligaría a organizaciones, medios de comunicación y entidades similares que reciban al menos un 20% de su financiación del exterior a registrarse como “agentes de influencia extranjera”, como sucede en Rusia. Ello restringiría el margen de actuación de organizaciones georgianas que defienden los derechos del colectivo LGTBIQ+ y de activistas proeuropeos, dejándolas bajo la lupa del Gobierno.
La UE y EE.UU. advierten a Tiflis que la ley es inaceptable y aleja a Georgia del camino hacia la integración europea, ya condicionada a reformas del sistema electoral, mayor libertad de prensa y a limitar el poder de los oligarcas. Desde que, en el 2018, Salomé Zurabishvili asumió la presidencia del país, este se ha acercado mucho a la UE. Ahora la presidenta dice que vetará la ley si se aprueba, pero Sueño Georgiano tiene escaños suficientes en la Cámara para anular el veto.
La guerra de Ucrania ha llevado al régimen georgiano a respaldar las posiciones del Kremlin. Hace unos meses, el entonces primer ministro Garibashvili acusó a Kyiv y a la oposición georgiana de querer empujar al país a la guerra, argumentando que todo formaba parte de un complot para una “ucranización” de Georgia.
Recordemos que, como consecuencia de dos guerras, Rusia ocupa el 20% del territorio georgiano, pues en Osetia del Sur
y Abjasia gobiernan fuerzas separatistas prorrusas. Georgia tiene un papel clave en los momentos de cambio que vive
el Cáucaso meridional en términos de estabilidad regional. La tensión entre la identidad europea y la histórica influencia rusa polariza a la sociedad georgiana y, desde el final de la URSS, Tiflis ha oscilado entre Europa y seguir bajo la estela rusa.