Cuatro días después del sangriento atentado terrorista en la sala de conciertos de un centro comercial a las afueras de Moscú, el presidente Putin admitió por primera vez ayer en una reunión, a regañadientes, que lo habían cometido islamistas radicales, pero sin dejar de implicar en él a Ucrania. Indicó que el atentado “puede ser solo un eslabón de una serie de intentos” de quienes combaten a Rusia “con las manos del régimen neonazi de Kyiv”. Putin dijo que EE.UU. quiere “persuadir” a todos de que el acto lo cometieron “seguidores del islam, miembros de la organización prohibida en Rusia, Estado Islámico”, y “que no hay rastro de Kyiv”, pero él cuestionó que los islamistas actuaran en pleno Ramadán o contra Rusia e insistió en que quería saber quién lo había ordenado. La organización yihadista Estado Islámico asumió la autoría del atentado la misma noche del ataque.
Ante la detención de catorce presuntos implicados, cuatro de ellos acusados de terrorismo, que comparecieron ante un tribunal con visibles magulladuras en el rostro, probable símbolo de torturas, el Kremlin sigue desviando la atención para apuntar a Ucrania. Moscú pone la carga sobre este país, pese a que Kyiv ha negado por activa y por pasiva cualquier implicación en un atentado que se ha cobrado la vida de 137 personas.
El presidente dice que el ataque fue obra de islamistas, pero sin dejar de vincularlo a Ucrania
La narrativa del Kremlin (en algunos medios se va más allá de Ucrania y apunta a las potencias occidentales) obedece a unos objetivos. Aceptar la autoría exclusiva del EI sería reconocer que Putin se equivocó gravemente al minimizar y no considerar las advertencias de un posible atentado que le habían transmitido las embajadas estadounidense y británica. Putin ignoró esos avisos y los calificó de “intento de desestabilizar nuestra sociedad”. Admitir la autoría del EI supone además aceptar que ha habido un importante error de los servicios de seguridad rusos. Pero hay que recordar que Rusia es considerada un enemigo por el EI desde hace años, por su apoyo al presidente El Asad en la guerra de Siria, su respaldo a los talibanes en Afganistán y por estar presente en diversos países del Sahel luchando contra varias franquicias del EI en la región.
Si Putin admite que el atentado lleva nada más que el sello yihadista, se le puede girar en contra porque demostrará su incapacidad y debilidad para prevenir y detectar ataques de este tipo dentro del país, una fragilidad que ya evidenció en junio del pasado año cuando el líder del Grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, dirigió sus tropas hacia Moscú. Por contra, desviar el foco hacia Ucrania le permite instrumentalizar el atentado para reforzar sus ataques al país vecino, como ya está haciendo. Y le serviría también para justificar una nueva movilización militar. Putin ya sacó partido de anteriores atentados para mostrarse como el único político capaz de garantizar la seguridad.
Otra consecuencia previsible es el incremento de la represión interna, pues tiene que tratar de convencer a la ciudadanía rusa de que él no es responsable de lo sucedido, pese a haber sido incapaz de prevenirlo. Los rusos han sufrido muchos ataques terroristas y pueden tener la sensación de que esta vez Putin no les ha protegido, pese a que esa era una de sus promesas en las recientes elecciones en las que arrasó.
Es previsible que el Kremlin arranque a los detenidos alguna confesión que de alguna manera implique a Ucrania. Habrá que ver si arraiga en la sociedad rusa. La amenaza terrorista potencial que emanaba de Asia Central se había convertido en un punto ciego del régimen de Putin, concentrado en perseguir a los opositores políticos internos y en la guerra de Ucrania. La amenaza del EI no era una de las prioridades de la inteligencia rusa. Para un dirigente que se presenta como garante del orden y la seguridad, un atentado como este es un duro golpe. Por eso Putin centra la responsabilidad en el enemigo exterior, en este caso Ucrania, antes que admitir debilidades que desmontan su imagen del hombre poderoso que controla Rusia.