Robar a los muertos
Cuarenta y ocho millones de personas, menos, si descontamos a los trabajadores esenciales y a los que se hicieron pasar por tales, encerrados a cal y canto en sus domicilios obedeciendo a pies juntillas al gobierno. En nombre del bien se expropiaron temporalmente las vidas y en nombre del miedo se aceptó dócilmente esa colectivización. Cada uno vivió todo aquello acorde a su único modo de pensar y sentir. Unos, los más, plenamente solícitos a cumplir con las obligaciones que el poder público improvisaba. Otros, los menos, críticos, aunque igualmente obedientes con los protocolos que iban sucediéndose.
Pero todos, desde los más disciplinados hasta los más díscolos, plenamente convencidos de obrar en beneficio del bien común, aunque difirieran sobre el mejor modo de alcanzarlo. Es esta una cuestión trascendente porqué refiere a cuál era la motivación que se escondía detrás de cada afirmación durante la pandemia. Quienes defendían el confinamiento y quienes lo combatían hubiesen podido llegar al insulto o incluso a las manos en sus vehementes discusiones. Pero ambos colectivos eran honestos en sus motivaciones y en considerar que sus razonamientos, acertados o no –esa es otra cuestión–, eran la mejor manera de plantar cara a la fatalidad. Como en todo país civilizado era la ley la que finalmente se encargaba de desempatar, dando y quitando razones a través de la coerción.
La trama de comisiones ilegales en la compra de mascarillas con epicentro en el Ministerio de Fomento del gobierno del PSOE que se investiga en estos momentos nos remite de nuevo a aquel tiempo que vivimos en la memoria como un paréntesis forzado. Sabíamos ya de enriquecimientos pornográficos de individuos sin escrúpulos, ya fuera en Madrid, Catalunya o en cualquier otro lugar. Pero hasta ahora quedaba la esperanza de atribuirlos únicamente a la desfachatez moral de algunos comisionistas que, operando desde el ámbito de lo privado, se habían enriquecido a costa de nuestro miedo y de nuestras irracionales pero entendibles exigencias de apresuramiento a la clase política.
La trama Koldo indica que entre los que decían querer salvarnos, los había que pretendían desvalijarnos
Lo de ahora añade una capa de escarnio a la afrenta. Nos descubre, ya sin posibilidad de mirar hacia otro lado, que también había cuadrillas de bandoleros actuando como tales desde las propias instituciones. La bofetada humillante que recibimos los ciudadanos es extremadamente dolorosa. La trama Koldo nos dice a las claras que, entre los muchos que decían querer salvarnos la vida, los había también que sólo pretendían desvalijarnos.
Nos dijeron que la pandemia era una guerra. Y algo de cierto tenía la afirmación a la vista de los acontecimientos que hemos ido conociendo. En efecto, algunas comparaciones entre la Covid-19 y un conflicto bélico resultan perfectamente atinadísimas. Una de ellas es que también la pandemia, al igual que las carnicerías militares, sacó lo mejor y lo peor de la especie humana. Y entre lo peor, sin duda, el modo de hacer de los implicados en la trama de corrupción que se investiga. Pues no difiere del que practican quienes rebuscan en medio de un campo de batalla entre los cadáveres para apoderarse de relojes, cadenas y dientes de oro. Un modo distinto pero más eficaz de robar a los muertos, y en su caso también a los vivos.
De las lecciones que nos iba a proporcionar la pandemia hay una que podemos elevar a la categoría de verdad científica probada. Refiere a la imposibilidad de suspender o rebajar los controles por parte de la administración a la hora de contratar bienes y servicios para ganar en eficacia y rapidez, incluso en el marco de una emergencia sanitaria. No es que el hombre sea un lobo para el hombre. Es más bien que nuestra especie está hecha de ovejas y lobos. Y los segundos, aunque sean menos en número, no pierden la ocasión de saltarnos a la yugular en cuanto confirman que el rebaño está desprotegido.
La justicia determinará lo que deba con los hechos que puedan probarse. Siempre será insuficiente para resarcirnos del mal provocado por estos ladrones de tumbas. Que la historia demuestre que siempre ha sucedido lo mismo ante cualquier desgracia colectiva no es un consuelo. Sólo constata lo inamovible que resulta la naturaleza de algunos seres despreciables. A las ovejas nos queda, más allá de la justicia, escupirles simbólicamente a la cara. En ese escupitajo coincidiremos todos, con independencia de cuanto nos peleásemos durante la pandemia por un quítame allá esa mascarilla o la enésima vacuna.