El título VIII

EL RUEDO IBÉRICO

El título VIII
Josep Vicent Boira Catedrático de Geografía Humana de la UV

La división política del territorio es una medida que precede a todas las demás en el orden social: ella es el fundamento en que descansa todo el sistema de una buena administración”. Así empieza un artículo publicado el 2 de septiembre de 1833 en el Boletín de Comercio, periódico nacido en los últimos años del reinado de Fernando VII. Su primer número apareció en noviembre del año anterior, casi un mes después de la amnistía promovida por la reina María Cristina, todavía en vida del rey, que permitió la vuelta a España de algunos liberales. Su editor era la Junta del Real Consulado de Madrid, dependiente del gobierno de Cea Bermúdez, y su difusión terminó el 30 de marzo de 1834, dando paso a otra cabecera, el Eco del Comercio, de espíritu todavía más liberal.

JOMA

 

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El artículo de septiembre de 1833 hacía referencia al proyecto de división territorial que, a finales de noviembre de ese mismo, el liberal Javier de Burgos iba a implantar mediante la división provincial en España. La relevancia del tema no se le escapaba al redactor de la pieza: la división política del territorio era la clave de bóveda que precedía a cualquier otra consideración en el orden social de un país. No es extraño, pues, que sigamos hablando de esta.

Esta primera consideración debe apaciguar nuestra inquietud, pues no es ninguna anomalía debatir sobre territorios, su división, estructuración y reforma. España lo empezó a hacer a partir de los primeros años del siglo XIX, cuando el régimen constitucional sustituyó al antiguo de principados, señoríos y dictado absoluto. 

¿Por qué en España los territorios históricos no fueron troceados y sus capitales alteradas? 

Una necesaria perspectiva histórica deja en evidencia a quienes consideran que la forma actual de estructuración territorial en nacionalidades (naciones, en definitiva) y/o comunidades autónomas es una aberración ideológica y que el título VIII de la Constitución de 1978 es la consecuencia de un proceso exitoso de presión nacionalista durante la transición. Nada más lejos de la realidad.

El origen geopolítico de buena parte del título VIII de nuestra Constitución se halla en la decisión de un gobierno y de un ministro innegablemente absolutista como fue Francisco Tadeo Calomarde Arria (Teruel, 1773-Toulouse, 1843), quien decidió respetar el perímetro de los históricos reinos de las Españas cuando se debatía la nueva forma de organización territorial del país. 

Calomarde, ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII durante su más negro mandato, fue un insobornable antiliberal al que Benito Pérez Galdós retrató inmisericorde en uno de sus Episodios Nacionales: “ídolo asiático”, “hombre rastrero y vil”, capaz de cualquier bajeza y engaño y “cruel con los débiles, servil con los poderosos, cobarde siempre”. Pérez Galdós escribió de Calomarde que “paseaba grave y reposadamente, con casaca de galones, tricornio en facha, bastón de porra de oro y una comitiva de sucios chiquillos, que admirados de tanto relumbrón le seguían”.

La antipatía del escritor no debe ocultarnos que Calomarde proyectó una división territorial de España –recogida íntegramente por su sucesor, el muy liberal Javier de Burgos, quien se llevó la autoría– en la que, si bien España se dividía en provincias, el perímetro de sus reinos, sus viejos límites y mojones, su ámbito territorial en definitiva se sellaba para siempre. 

Dejemos paso a aquel artículo del Boletín : “Bien penetrado de todo esto nuestro Soberano el Señor Don Fernando VII mandó en el año de 1820 que una comisión compuesta de personas inteligentes le propusieran las reglas más adecuadas para evitar los males que causaba la desigual y monstruosa división del territorio español. Los apreciables e importantes trabajos de dicha comisión están ya en poder del ministerio del Fomento general del Reino, y no dudamos que tendrán una pronta aplicación, una vez que en ellos mismos están disueltas ciertas dificultades. Los temores, sin duda fundados, cesan a nuestro modo de ver dejando a las actuales capitales su capitalidad, dividiéndose en sí mismas las provincias de Cataluña, Aragón y Valencia sin incluir en una de ellas ningún pueblo ni territorio de las otras, y verificándose lo mismo por lo que respecta a Galicia; y por último que las provincias Vascongadas y de Navarra no tengan ninguna alteración en sus límites”.

El principado de Catalunya, los reinos de Valencia, Aragón, Galicia y Navarra, más los tres territorios vascos, veían fijados así sus límites exteriores y su memoria territorial, y aunque divididos internamente en provincias, los mapas constitutivos de su historia política continuaban respetados.

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Las preguntas son inevitables: ¿por qué en España, a diferencia de Francia, los territorios históricos no fueron troceados y sus capitales alteradas para siempre? ¿Por qué ni los absolutistas ultramontanos ni los liberales jacobinos, ni los conservadores ni los revolucionarios, ni los monárquicos ni los republicanos cuartearon jamás los territorios heredados de la historia de las Españas? ¿Por qué, a diferencia, por ejemplo, del ducado de Borgoña, transmutado en 1790 en Costa de Oro (sus habitantes son, hoy, asépticos côte-d’Oriens ), los históricos reinos hispánicos se siguieron conociendo por su denominación? Pues porque el título VIII no es un título más. Es la esencia de las Españas, la materialización jurídica de su sustancia intrínseca.

España necesita ensanche geográfico que vaya más allá de la M-30 y ensanche histórico que analice con atención las bases de nuestro régimen constitucional y los debates que, desde principios del siglo XIX, se desarrollaron. Perspectiva pues.

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