Siempre que oigo o leo declaraciones explosivas o extemporáneas de dirigentes políticos, como la última de Ayuso, relacionando el cierre de los toros con la sequía catalana, o cualquiera de las frases impertinentes de Nogueras en el Congreso, tengo una primera reacción depresiva, que después relativizo pensando en Alcibíades, el estratega de Atenas, un tipo tan impertinente y frívolo como desleal. Traicionó, sucesivamente, a Atenas, a Esparta y a los persas. Regresó a Atenas aprovechándose de las tensiones internas de la ciudad, y tras una aventura naval en Sicilia, favoreció la guerra civil. Acabó asesinado en Frigia por los persas.
El historiador Plutarco (uno de los primeros cronistas de la cultura occidental) explica muchas anécdotas de la vida de Alcibíades. Era guapísimo, inteligente, deslumbrante y, a la vez, voluble, arrogante, displicente. Es paradójico que su maestro fuera Sócrates, amante de la verdad y tan leal a Atenas, que no aceptó la oferta de huir después de que le condenaran, injustamente, a muerte. Sócrates dijo que el cumplimiento de la ley es esencial, incluso cuando la ley es injusta. Y sorbió la cicuta.
Obligan a la ciudadanía a bañarse a diario en un lago de heces
Plutarco subraya el contraste entre el talento y la educación socrática de Alcibíades y su tendencia a la traición, la demagogia y la falta de escrúpulos. El joven Alcibíades tenía un perro precioso con una cola muy llamativa. Un día rebanó la cola al perro y se paseó por Atenas con el animal mutilado. Sus amigos lo reprendían diciendo que toda la ciudad lo vituperaba por la salvajada con el perro: y él, riéndose, les respondió: “Es lo que quería: que los atenienses hablaran de eso, para que no digan de mí cosas peores”.
Con frases estúpidas y bárbaras exageraciones, obligan a la ciudadanía a bañarse a diario en un lago de heces, cuyo hedor eclipsa todo lo que es verdaderamente importante.