Kate Millett, una importante feminista del siglo pasado, autora de un libro revolucionario, convertido en un clásico, Política sexual, aseguró que el opio de las mujeres, nuestro opio particular, no era la religión, como Marx dijo que era el del pueblo, sino el amor. El amor entendido como lo entendía la pobre Madame Bovary, que lo fio todo a encontrar un amante que estuviera a la altura de sus circunstancias particulares, que no eran otras que las mitificadas ilusiones que las novelas de amor, que había devorado compulsivamente, ofrecían: una imagen maravillosamente estereotipada del hombre, cercana al príncipe azul.
Crédulas como somos las mujeres o al menos hemos sido hasta no hace mucho, hemos tenido tendencia a acoplar nuestros deseos amorosos a la imagen ideal del amante redentor cuyo amor sería suficiente para sentirnos realizadas. Eso de la realización personal, hoy en desuso, era un tópico utilizado en los setenta y ochenta del siglo pasado, muy acorde con la situación de las jóvenes de la época.
Hoy las cosas han cambiado y las mujeres hemos conquistado todos o casi todos los derechos que ya habían logrado los hombres desde bastante tiempo atrás. En muchos aspectos nos hemos equiparado con ellos. Incluso en cuestiones laborales, aunque la brecha siga siendo aún amplia y queden todavía bastantes techos de cristal por romper. Sabemos, además, que el amor es, por descontado, fundamental en nuestras vidas, pero no lo fiamos todo a ese sentimiento ni a la pasión que el enamoramiento comporta, como Bovary o Karénina hicieron. Cifraron su existencia solo en vivir historias de amor maravillosas cuyo final no fue otro que el suicidio de ambas.
Sin embargo, aquí, aún hay mujeres para quienes el logro máximo de su vida es vivir una pasión amorosa como la de las heroínas posrománticas a las que me he referido, cuyos clichés toman de culebrones o series a menudo producidas en Hispanoamérica. Creo que ahí está el origen de lo que ocurrió no hace demasiado con Ángeles y Amelia Gutiérrez Ayuso, las hermanas de Morata de Tajuña, que conectaron por internet con unos tipos que las camelaron, les hicieron creer que se habían enamorado de ellas y les doraron la píldora sentimental del modo más romántico posible, con los consiguientes arrebatos de palabrería, necesarios para que ellas picaran.
Tal vez ni Ángeles ni Amelia, ya setentonas, tuvieron nunca quienes las enamoraran y los desaprensivos que se hicieron pasar por militares norteamericanos de muy buen ver sí sabían cómo hacerlo.
Aún hay mujeres para quienes el logro máximo de su vida es vivir una pasión amorosa
Ellas, desde el 2017, se pasaron la vida en el fumadero del opio femenino del que habló Millett, engatusadas y crédulas. Ángeles y Amelia fueron capaces de enviar dinero a quienes les juraron que en cuanto pudieran obtener la herencia, cuyos costos sufragaban ellas, serían felices y comerían perdices infinitas.
Cuentan en Morata de Tajuña que las hermanas desoyeron a cuantos les aseguraban que eran víctimas de una estafa, que esos presuntos novios no existían, que se trataba de una banda de timadores, porque para ellas creer ser amadas y amar era mucho más importante que la ruina y las deudas, unas deudas que, según parece, fueron el móvil del crimen que acabó con sus vidas.
Ahora que se acerca San Valentín, que llena de incitaciones al consumismo amoroso desde los bazares hasta las tiendas más elegantes, las mujeres deberíamos insistir en que, como en la tragedia de Ángeles y de Amelia, el opio, nuestro opio particular, todavía mata.