Y ahora, Irán y Pakistán

Y ahora, Irán y Pakistán

Como era de temer, la guerra de Israel en Gaza ha demostrado tener un elevado potencial desestabilizador en una región cuyo equilibrio es precario históricamente y mucho más complejo de lo que se podía imaginar cuando el 7 de octubre Israel declaró la guerra a Hamas en respuesta a su incursión terrorista. La fragmentación étnica, por ejemplo, es notable y amenaza a estados con apariencia consolidada, pero carentes de la tradición, identidad y estructuras de los estados occidentales. El mosaico de Irak, con suníes, chiíes y kurdos, es un ejemplo.

En este contexto regional, una guerra como la de Gaza está sacudiendo, a modo de temblor sísmico, una zona de cimientos endebles, con el agravante de una infinidad de intereses interpuestos y aun ajustes de cuentas pendientes. Y, de propina, el escenario alberga unos arsenales considerables y muy por encima del grado de desarrollo económico, lo que explica que un país tan pobre como Yemen, en guerra civil desde el 2014, sea capaz de poner en jaque a Estados Unidos y sus aliados en el mar Rojo, gracias a que Irán y Arabia Saudí llevan años armando hasta los dientes a los dos bandos yemeníes enfrentados.

La guerra de Gaza es un seísmo en una región con muchos ajustes de cuentas pendientes

Contener el desbordamiento bélico en Oriente Medio y Asia Central ha sido y es la gran prioridad de Estados Unidos, de ahí sus repetidos llamamientos a Israel para que minimice las víctimas civiles y procure alcanzar sus objetivos en el plazo más corto posible. La hipocresía regional es grande, y la suerte del pueblo palestino parece importar menos que la coartada que ofrece para dirimir otras disputas de fondo, tal que el liderazgo regional por el que pugnan Arabia Saudí y la República Islámica de Irán.

De ahí que cada nuevo foco, cada chispazo, eleve la tensión y la dimensión bélica, porque son muchas las cuentas pendientes, algunas sin aparente relación con Gaza, pero que invitan a aprovechar la confusión para posicionarse. Este es el caso del enfrentamiento entre Irán y su vecina Pa­kistán, con mil kilómetros de frontera y buenas relaciones –hasta el punto de haber celebrado días atrás maniobras militares conjuntas–, pero que han intercambiado ataques territoriales en las últimas 72 horas. No asistimos a un choque abierto entre los dos estados –conviene recordar que Pakistán es el único país musulmán con armamento nuclear–, sino a hostilidades derivadas del castigo –y advertencia– de Irán a la minoría beluchi, que desde sus bases en suelo pakistaní atenta en Irán.

Beluchistán es un territorio con diez millones de habitantes, de religión suní, que se reparten Pakistán e Irán. El ataque inicial ordenado por Teherán contra beluchis en Pakistán no deja de ser una agresión a un vecino cuyo sentido del orgullo y la soberanía nacional le ha empujado a dar una respuesta similar, de ahí el ataque con drones y misiles lanzando ayer por el ejército pakistaní contra supuestos “terroristas” que se cobijaban en Irán. En una señal esperanzadora del deseo común de frenar la tensión, tanto Teherán como Islamabad han declarado “completo respeto” a la soberanía e integridad territorial del vecino. China, aliado de ambos, maniobra diplomáticamente para zanjar unos ataques inesperados. La crisis parece encapsulada y bajo control, pero se trata del tipo de episodios que se pueden escapar de las manos en la región, cuyo foco más peligroso y conflictivo sigue estando en el mar Rojo, allí donde unos aliados de Irán, los hutíes, mantienen su desafío tras los ataques punitivos de Estados Unidos y el Reino Unido.

Aunque no ha habido desbordamiento regional, el último mes ha registrado lanzamientos de misiles y ataques aéreos de o en Israel, Hamas, Estados Unidos, el Reino Unido, Líbano, Yemen, Siria, Jordania, Irak, Irán y, ahora, Pakistán. Lo que se llama jugar con fuego.

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