Regresar a la intimidad
Desapareces de redes y no contestas a los requerimientos de WhatsApp, y te llegan mensajes en las propias redes y WhatsApp preguntando si estás bien. Lo curioso es que pocos llamarán por teléfono. Quizás por miedo a que contestes y resuelvas sus dudas, no enfrentarse a la paradoja de por qué, estando bien o mal, te lo guardas para ti, qué excentricidad es eso de regresar a tu intimidad.
La privacidad se consigue cerrando puertas. La intimidad es otra cosa. Siempre es otra cosa. La puedes conseguir cerrando los ojos. Si todo se calla y te escuchas, refugiándote en lo más recóndito de uno mismo. Pero no nos engañemos: a veces no es un sitio en el que quieras estar, o se trata de un lugar aburrido que enseguida llenas de voces y compras hasta que consigues apagar el silencio con cualquier ruido a tu alcance.
La complicidad desde la intuición de que te saben es un tesoro
La intimidad, cuando la explicas, ya se ha convertido en otro animal, a veces muy distinto del que guardabas dentro. William Shakespeare dejó escrito aquello de que las palabras nacen muertas. La intimidad cuando la tratas de explicar, la sacas y la enseñas, son solo palabras que recuerdan a otras palabras y estas a sudarios de otras. Por eso, es un bien tan preciado entregar tu intimidad a alguien sin necesidad de explicarlo, sin decirlo, sin sacarlo a pasear. La amistad, el amor, la complicidad desde la intuición de que te saben o te suponen y les vale es un tesoro.
El poeta Jordi Virallonga dijo en sus versos que el perro, en una habitación familiar, siempre se queda al lado de quien está más solo. Probablemente no es verdad. O es esa verdad enorme de la poesía. Pero me recuerda que la intimidad verdadera tiene mucho que ver con la animalesca necesidad de compañía sin pagar ningún precio por ello. Por lealtad, porque sí, porque tú eres tú y yo soy yo. Por esa precisa razón y no otra. Sin palabras.