Quien se juega la vida en el mar no invade, busca acogida”, observó ayer el papa Francisco en Marsella, símbolo de inmigración y del Mediterráneo, en uno de los mensajes más comprometidos y delicados de su papado, que comenzó en el año 2013 tras la renuncia de Benedicto XVI, un teólogo de talante muy diferente. Francisco fue muy explícito y claro en un llamamiento que tiene algo de imploración a los buenos sentimientos de los europeos y algo de amonestación a la Unión Europea (UE), que no termina de plasmar una política de acogida clara y firme, mientras oscila entre la generosidad y la cicatería, según sea una crisis migratoria u otra o en función del gobierno de turno de los estados receptores del sur de Europa.
El llamamiento dramático del Papa –“el Mediterráneo ha pasado de ser cuna de civilización a tumba de la dignidad”– se corresponde con una realidad dramática, cual es la llegada en pequeñas embarcaciones de decenas de miles de migrantes de África y Asia. Hay que estar muy desesperado para invertir todos los ahorros en travesías tan arriesgadas, que enriquecen –no lo olvidemos– a redes de traficantes sin escrúpulos que son corresponsables del drama, junto a la pésima gobernabilidad que se da en algunos países de origen, no siempre pobres en recursos naturales.
Francisco implora una “acogida justa” en la migración y “ampliar las entradas legales”
Las estampas de la isla italiana de Lampedusa, símbolo estival de un problema tan mediterráneo como de los estados del norte de Europa, han llevado al Papa a dar algo parecido a un golpe de autoridad moral sobre la mesa, escueza a quien escueza. Al fin y al cabo, durante décadas, la Iglesia católica ha mostrado, de obra y palabra, un compromiso con los inmigrantes, en el marco de la caridad y el amor por los desheredados, una prioridad en este pontificado del Papa argentino.
Aunque se diga por activa y por pasiva que la inmigración no es un problema para Europa sino una solución, habida cuenta de la demografía, lo cierto es que se trata de una frase vacía. El Viejo Continente necesita juventud, savia nueva, inyección de población joven, pero, al mismo tiempo, persiste una fuerte reticencia entre sectores de la población que ven en los inmigrantes no los llamados a garantizar sus pensiones, sino a los “extranjeros” que van a drenar de recursos el Estado del bienestar. Y como estos sectores existen y tienen peso electoral, el desconcierto de la UE es grande.
La apelación papal hará pestañear a más de un gobernante. En la misma Francia, por ejemplo, donde el rechazo a la inmigración ha aupado a la extrema derecha, que aspira, una vez más, al Elíseo en el 2027. Conviene aclarar que el Vaticano ha insistido en que se no trata de una visita a Francia –por muy francesa que sea Marsella– sino a una urbe que simboliza el Mediterráneo, en el marco de unos encuentros organizados por la Iglesia.
Atento al panorama geopolítico, Francisco ha reclamado a la UE algo tan elemental como “una acogida justa” y, “en la medida de lo posible, ampliar las entradas legales”. He aquí el reto pendiente y la deficiencia de la Unión Europea: no hemos sido capaces –aunque sea una tarea muy complicada– de canalizar estos flujos, de manera que las colas se formen en las embajadas y en las oficinas europeas en los países de origen y no en los embarcaderos de pequeños puertos, cuyas poblaciones sufren las consecuencias y ven rebasada su modesta capacidad de acogida. Y mucho menos que sigamos asistiendo, como algo inevitable, a las filas de cadáveres de quienes tuvieron una travesía desafortunada.
El mensaje de Francisco es lógico porque simpatiza con el sufrimiento de los más pobres. Y nos interpela a mostrar más compasión y menos rechazo. La UE tiene que abordar el Mediterráneo como un asunto de todos sus miembros. Por imperativo humano y económico.