Montauban, cerca de Toulouse, tiene casas de ladrillo rojo y un aire burgués. Es otra típica ciudad occitana, una cara al Mediterráneo y otra al Atlántico; un pasado protestante y vocación republicana. En ruta a París, pernoctamos en Montauban. Antes de marchar del hotel pregunto a su dueña, Catherine: ¿Queda lejos el cementerio? ¡Ah, van a ver la tumba de Azaña!, dice mientras abre un mapa sobre el mostrador. ¿Cómo lo ha adivinado? Refiere que otros hacen la misma visita. Pero ¿sabe qué?, agrega contrariada, ¡algunos españoles no saben quién era Azaña!
En la plaza Roosevelt se halla el hotel Mercure, antes Du Midi, donde murió el presidente de la Segunda República española en noviembre de 1940. Una pequeña placa lo recuerda. Hacía cuatro meses que quien fue entonces el político más importante se alojaba aquí con su mujer. Las tropas de Franco derrotaron a las leales a la República y Azaña dimitió. Él no solo era un exiliado, como otros cientos de miles de españoles, sino un refugiado y, además, perseguido por la policía franquista. Por si no bastara, Francia acababa de ser invadida por Hitler. Es fácil imaginar el abatimiento de Azaña, enfermo del corazón y sin dinero. Al morir solo tenía sesenta años. Unos centenares de españoles acompañaron su féretro, al que no se permitió cubrirlo con la bandera tricolor que el político guardaba en su cuarto.
Su tumba en Montauban es sencilla; hoy no tiene flores frescas. Aquí está un trozo de la historia de España. Voy a rezar una oración, dice Marta, mi mujer: aunque él no creía en Dios, Dios sí creía en él. Qué pena todo, añade: un rey muerto en Italia y un presidente en Francia. “Que me dejen donde caiga”, había dicho Azaña, por lo cual no debe ser traído a España. ¿O sí?
En Montauban hay una plaza, un colegio y un gimnasio con el nombre de Azaña. Cerca de su tumba está la calle Don Quichotte. ¿Qué otro orador ha conseguido convocar a más de 400.000 personas en un mitin (Campo de Comillas, 20 de octubre, 1935)? En el Ayuntamiento de Barcelona, en 1938, Azaña pidió “Paz, piedad y perdón”. Solo un estadista y buen hombre pudo hacerlo.